miércoles, 29 de septiembre de 2010

San Jerónimo

Tenía, al parecer, San Jerónimo, un genio malo; pero no era de los que descargan su mal genio contra cualquiera que les lleve la contraria. Sobre todo le irritaban sus propios pecados y los excesos de los ricos. Se podría decir que en eso no era condescendiente.
Para librarse de todo eso -de su mal genio, de sus pecados y de los excesos de los ricos- se bautizó y se fue al desierto.
¿Qué se puede hacer en el desierto de Calcis, al sur de Alepo? Si uno sabe griego, puede perfeccionarlo allí. También puede estudiar hebreo.
Eso hizo san Jerónimo en el desierto de Calcis, al sur de Alepo. Fueron diez años de soledad, de estudio y de oración. Y entonces se fue a Roma y trabajó como secretario del Papa san Dámaso durante tres años, hasta la muerte del Papa el año 385. Fue san Dámaso quien le encargó la nueva traducción latina de la Biblia que se conocería como Vulgata.
Al año siguiente (386) se fue a Belén. Tenía unos cuarenta años y pasó allí el resto de su vida, hasta los setenta años.
¿Qué hizo allí? Pues cumplir el encargo del Papa. Puede decirse que dedicó lo mejor de su vida a cumplir con un encargo del Papa san Dámaso y que, haciendo eso, se reveló lo mejor de su genio.
Estaba enamorado de la Sagrada Escritura porque estaba enamorado de Cristo a quien encontraba en la Sagrada Escritura. Y contagió su locura a otros. Les decía: Tratemos de aprender en la tierra las verdades cuya consistencia permanecerá también en el Cielo.

30 de septiembre: San Jerónimo

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 7 de noviembre de 2007


San Jerónimo (1)

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy centraremos nuestra atención en san Jerónimo, un Padre de la Iglesia que puso la Biblia en el centro de su vida: la tradujo al latín, la comentó en sus obras, y sobre todo se esforzó por vivirla concretamente en su larga existencia terrena, a pesar del conocido carácter difícil y fogoso que le dio la naturaleza.
San Jerónimo nació en Estridón en torno al año 347, en una familia cristiana, que le dio una esmerada formación, enviándolo incluso a Roma para que perfeccionara sus estudios. Siendo joven sintió el atractivo de la vida mundana (cf. Ep 22, 7), pero prevaleció en él el deseo y el interés por la religión cristiana. Tras recibir el bautismo, hacia el año 366, se orientó hacia la vida ascética y, al trasladarse a Aquileya, se integró en un grupo de cristianos fervorosos, definido por él casi "un coro de bienaventurados" (Chron. ad ann. 374) reunido en torno al obispo Valeriano.

Después partió para Oriente y vivió como eremita en el desierto de Calcis, al sur de Alepo (cf. Ep 14, 10), dedicándose seriamente a los estudios. Perfeccionó su conocimiento del griego, comenzó el estudio del hebreo (cf. Ep 125, 12), trascribió códices y obras patrísticas (cf. Ep 5, 2). La meditación, la soledad, el contacto con la palabra de Dios hicieron madurar su sensibilidad cristiana.

Sintió de una manera más aguda el peso de su pasado juvenil (cf. Ep 22, 7), y experimentó profundamente el contraste entre la mentalidad pagana y la vida cristiana: un contraste que se hizo famoso a causa de la dramática e intensa "visión" que nos narró. En ella le pareció que era flagelado en presencia de Dios, por ser "ciceroniano y no cristiano" (cf. Ep 22, 30).

En el año 382 se trasladó a Roma. Aquí el Papa san Dámaso, conociendo su fama de asceta y su competencia de estudioso, lo tomó como secretario y consejero; lo alentó a emprender una nueva traducción latina de los textos bíblicos por motivos pastorales y culturales.

Algunas personas de la aristocracia romana, sobre todo mujeres nobles como Paula, Marcela, Asela, Lea y otras, que deseaban comprometerse en el camino de la perfección cristiana y profundizar en su conocimiento de la palabra de Dios, lo escogieron como su guía espiritual y maestro en el método de leer los textos sagrados. Estas mujeres nobles también aprendieron griego y hebreo.

Después de la muerte del Papa san Dámaso, en el año 385 san Jerónimo dejó Roma y emprendió una peregrinación, primero a Tierra Santa, testigo silenciosa de la vida terrena de Cristo, y después a Egipto, tierra elegida por muchos monjes (cf. Contra Rufinum 3, 22; Ep 108, 6-14).

En el año 386 se detuvo en Belén, donde, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, se construyeron un monasterio masculino, uno femenino, y una hospedería para los peregrinos que llegaban a Tierra Santa, "pensando en que María y José no habían encontrado un lugar donde alojarse" (Ep 108, 14). En Belén, donde se quedó hasta su muerte, siguió desarrollando una intensa actividad: comentó la palabra de Dios; defendió la fe, oponiéndose con vigor a varias herejías; exhortó a los monjes a la perfección; enseñó cultura clásica y cristiana a jóvenes alumnos; acogió con espíritu pastoral a los peregrinos que visitaban Tierra Santa. Falleció en su celda, junto a la gruta de la Natividad, el 30 de septiembre del año 419/420.
Su formación literaria y su amplia erudición permitieron a san Jerónimo revisar y traducir muchos textos bíblicos: un trabajo muy valioso para la Iglesia latina y para la cultura occidental. Basándose en los textos originales escritos en griego y en hebreo, comparándolos con versiones precedentes, revisó los cuatro evangelios en latín, luego los Salmos y gran parte del Antiguo Testamento.

Teniendo en cuenta el original hebreo, el griego de los Setenta —la clásica versión griega del Antiguo Testamento que se remonta a tiempos precedentes al cristianismo— y las precedentes versiones latinas, san Jerónimo, apoyado después por otros colaboradores, pudo ofrecer una traducción mejor: constituye la así llamada "Vulgata", el texto "oficial" de la Iglesia latina, que fue reconocido como tal en el concilio de Trento y que, después de la reciente revisión, sigue siendo el texto latino "oficial" de la Iglesia.

Es interesante comprobar los criterios a los que se atuvo el gran biblista en su obra de traductor. Los revela él mismo cuando afirma que respeta incluso el orden de las palabras de las sagradas Escrituras, pues en ellas, dice, "incluso el orden de las palabras es un misterio" (Ep 57, 5), es decir, una revelación. Además, reafirma la necesidad de recurrir a los textos originales: "Si surgiera una discusión entre los latinos sobre el Nuevo Testamento a causa de las lecturas discordantes de los manuscritos, debemos recurrir al original, es decir, al texto griego, en el que se escribió el Nuevo Testamento. Lo mismo sucede con el Antiguo Testamento, si hay divergencia entre los textos griegos y latinos, debemos recurrir al texto original, el hebreo; de este modo, todo lo que surge del manantial lo podemos encontrar en los riachuelos" (Ep 106, 2).

San Jerónimo, además, comentó también muchos textos bíblicos. Para él los comentarios deben ofrecer opiniones múltiples, "de manera que el lector sensato, después de leer las diferentes explicaciones y de conocer múltiples pareceres —que se pueden aceptar o rechazar— juzgue cuál es el más aceptable y, como un experto agente de cambio, rechace la moneda falsa" (Contra Rufinum 1, 16).

Confutó con energía y vigor a los herejes que no aceptaban la tradición y la fe de la Iglesia. Demostró también la importancia y la validez de la literatura cristiana, convertida en una auténtica cultura, ya entonces digna de confrontarse con la clásica: lo hizo con el tratado De viris illustribus, una obra en la que san Jerónimo presenta las biografías de más de un centenar de autores cristianos.

Escribió también biografías de monjes, ilustrando el ideal monástico, junto a otros itinerarios espirituales; además, tradujo varias obras de autores griegos. Por último, en su importante Epistolario, obra maestra de la literatura latina, san Jerónimo destaca por sus características de hombre culto, asceta y guía de las almas.

¿Qué podemos aprender nosotros de san Jerónimo? Me parece que sobre todo podemos aprender a amar la palabra de Dios en la sagrada Escritura. Dice san Jerónimo: "Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo". Por eso es importante que todo cristiano viva en contacto y en diálogo personal con la palabra de Dios, que se nos entrega en la sagrada Escritura. Este diálogo con ella debe tener siempre dos dimensiones: por una parte, debe ser un diálogo realmente personal, porque Dios habla con cada uno de nosotros a través de la sagrada Escritura y tiene un mensaje para cada uno.

No debemos leer la sagrada Escritura como una palabra del pasado, sino como palabra de Dios que se dirige también a nosotros, y tratar de entender lo que nos quiere decir el Señor. Pero, para no caer en el individualismo, debemos tener presente que la palabra de Dios se nos da precisamente para construir comunión, para unirnos en la verdad a lo largo de nuestro camino hacia Dios. Por tanto, aun siendo siempre una palabra personal, es también una palabra que construye a la comunidad, que construye a la Iglesia.

Así pues, debemos leerla en comunión con la Iglesia viva. El lugar privilegiado de la lectura y de la escucha de la palabra de Dios es la liturgia, en la que, celebrando la Palabra y haciendo presente en el sacramento el Cuerpo de Cristo, actualizamos la Palabra en nuestra vida y la hacemos presente entre nosotros.

No debemos olvidar nunca que la palabra de Dios trasciende los tiempos. Las opiniones humanas vienen y van. Lo que hoy es modernísimo, mañana será viejísimo. La palabra de Dios, por el contrario, es palabra de vida eterna, lleva en sí la eternidad, lo que vale para siempre. Por tanto, al llevar en nosotros la palabra de Dios, llevamos la vida eterna.

Concluyo con unas palabras que san Jerónimo dirigió a san Paulino de Nola. En ellas, el gran exegeta expresa precisamente esta realidad, es decir, que en la palabra de Dios recibimos la eternidad, la vida eterna. Dice san Jerónimo: "Tratemos de aprender en la tierra las verdades cuya consistencia permanecerá también en el cielo" (Ep 53, 10).

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 14 de noviembre de 2007

San Jerónimo (2)

Queridos hermanos y hermanas:

Continuamos hoy la presentación de la figura de san Jerónimo. Como dijimos el miércoles pasado, dedicó su vida al estudio de la Biblia, hasta el punto de que mi predecesor el Papa Benedicto XV lo reconoció como "doctor eminente en la interpretación de las sagradas Escrituras". San Jerónimo subrayaba la alegría y la importancia de familiarizarse con los textos bíblicos: "¿No te parece que, ya aquí, en la tierra, estamos en el reino de los cielos cuando vivimos entre estos textos, cuando meditamos en ellos, cuando no conocemos ni buscamos nada más?" (Ep. 53, 10).

En realidad, dialogar con Dios, con su Palabra, es en cierto sentido presencia del cielo, es decir, presencia de Dios. Acercarse a los textos bíblicos, sobre todo al Nuevo Testamento, es esencial para el creyente, pues "ignorar la Escritura es ignorar a Cristo". Es suya esta famosa frase, citada por el concilio Vaticano II en la constitución Dei Verbum (n. 25).

Verdaderamente "enamorado" de la Palabra de Dios, se preguntaba: "¿Cómo es posible vivir sin la ciencia de las Escrituras, a través de las cuales se aprende a conocer a Cristo mismo, que es la vida de los creyentes?" (Ep. 30, 7). Así, la Biblia, instrumento "con el que cada día Dios habla a los fieles" (Ep. 133, 13), se convierte en estímulo y manantial de la vida cristiana para todas las situaciones y para todas las personas.

Leer la Escritura es conversar con Dios: "Si oras —escribe a una joven noble de Roma— hablas con el Esposo; si lees, es él quien te habla" (Ep. 22, 25). El estudio y la meditación de la Escritura hacen sabio y sereno al hombre (cf. In Eph., prólogo). Ciertamente, para penetrar de una manera cada vez más profunda en la palabra de Dios hace falta una aplicación constante y progresiva. Por eso, san Jerónimo recomendaba al sacerdote Nepociano: "Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; más aún, que el Libro santo no se caiga nunca de tus manos. Aprende en él lo que tienes que enseñar" (Ep. 52, 7).

A la matrona romana Leta le daba estos consejos para la educación cristiana de su hija: "Asegúrate de que estudie todos los días algún pasaje de la Escritura. (...) Que acompañe la oración con la lectura, y la lectura con la oración. (...) Que ame los Libros divinos en vez de las joyas y los vestidos de seda" (Ep. 107, 9.12). Con la meditación y la ciencia de las Escrituras se "mantiene el equilibrio del alma" (Ad Eph., prólogo). Sólo un profundo espíritu de oración y la ayuda del Espíritu Santo pueden introducirnos en la comprensión de la Biblia: "Al interpretar la sagrada Escritura siempre necesitamos la ayuda del Espíritu Santo" (In Mich. 1, 1, 10, 15).

Así pues, san Jerónimo, durante toda su vida, se caracterizó por un amor apasionado a las Escrituras, un amor que siempre trató de suscitar en los fieles. A una de sus hijas espirituales le recomendaba: "Ama la sagrada Escritura, y la sabiduría te amará; ámala tiernamente, y te custodiará; hónrala y recibirás sus caricias. Que sea para ti como tus collares y tus pendientes" (Ep. 130, 20). Y añadía: "Ama la ciencia de la Escritura, y no amarás los vicios de la carne" (Ep. 125, 11).

Para san Jerónimo, un criterio metodológico fundamental en la interpretación de las Escrituras era la sintonía con el magisterio de la Iglesia. Nunca podemos leer nosotros solos la Escritura. Encontramos demasiadas puertas cerradas y caemos fácilmente en el error. La Biblia fue escrita por el pueblo de Dios y para el pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el pueblo de Dios podemos entrar realmente con el "nosotros" en el núcleo de la verdad que Dios mismo nos quiere comunicar. Para él una auténtica interpretación de la Biblia tenía que estar siempre en armonía con la fe de la Iglesia católica.

No se trata de una exigencia impuesta a este Libro desde el exterior; el Libro es precisamente la voz del pueblo de Dios que peregrina y sólo en la fe de este pueblo podemos estar, por así decir, en el tono adecuado para comprender la sagrada Escritura. Por eso, san Jerónimo exhortaba: "Permanece firmemente adherido a la doctrina de la tradición que te ha sido enseñada, para que puedas exhortar según la sana doctrina y refutar a quienes la contradicen" (Ep. 52, 7). En particular, dado que Jesucristo fundó su Iglesia sobre Pedro, todo cristiano —concluía— debe estar en comunión "con la Cátedra de san Pedro. Yo sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia" (Ep. 15, 2). Por tanto, abiertamente declaraba: "Yo estoy con quien esté unido a la Cátedra de san Pedro" (Ep. 16).

San Jerónimo, obviamente, no descuida el aspecto ético. Más aún, con frecuencia reafirma el deber de hacer que la vida concuerde con la Palabra divina, y sólo viviéndola encontramos también la capacidad de comprenderla. Esta coherencia es indispensable para todo cristiano y particularmente para el predicador, a fin de que no lo pongan en aprieto sus acciones, cuando contradicen el contenido de sus palabras.

Así exhorta al sacerdote Nepociano: "Que tus acciones no desmientan tus palabras, para que no suceda que, cuando prediques en la Iglesia, alguien en su interior comente: "¿por qué entonces tú no actúas así?" ¡Qué curioso maestro el que, con el estómago lleno, diserta sobre el ayuno! Incluso un ladrón puede criticar la avaricia; pero en el sacerdote de Cristo la mente y la palabra deben ir de acuerdo" (Ep. 52, 7).

En otra carta, san Jerónimo reafirma: "La persona que se siente condenada por su propia conciencia, aunque tenga una espléndida doctrina, debería avergonzarse" (Ep. 127, 4). También con respecto a la coherencia, observa: el Evangelio debe traducirse en actitudes de auténtica caridad, pues en todo ser humano está presente la Persona misma de Cristo. Por ejemplo, dirigiéndose al presbítero Paulino —que después llegó a ser obispo de Nola y santo—, san Jerónimo le da este consejo: "El verdadero templo de Cristo es el alma del fiel: adorna este santuario, embellécelo, deposita en él tus ofrendas y recibe a Cristo. ¿Qué sentido tiene decorar las paredes con piedras preciosas, si Cristo muere de hambre en la persona de un pobre?" (Ep. 58, 7).

San Jerónimo concreta: es necesario "vestir a Cristo en los pobres, visitarlo en los que sufren, darle de comer en los hambrientos, acogerlo en los que no tienen una casa" (Ep. 130, 14). El amor a Cristo, alimentado con el estudio y la meditación, nos permite superar todas las dificultades: "Si amamos a Jesucristo y buscamos siempre la unión con él, nos parecerá fácil incluso lo que es difícil" (Ep. 22, 40).

San Jerónimo, definido por Próspero de Aquitania, "modelo de conducta y maestro del género humano" (Carmen de ingratis, 57), nos ha dejado también una enseñanza rica y variada sobre el ascetismo cristiano. Recuerda que un compromiso valiente por la perfección requiere vigilancia constante, frecuentes mortificaciones, aunque con moderación y prudencia, trabajo intelectual o manual asiduo para evitar el ocio (cf. Epp. 125, 11 y 130, 15), y sobre todo obediencia a Dios: "No hay nada que agrade tanto a Dios como la obediencia (...), que es la más excelsa de las virtudes" (Hom. de oboedientia: CCL 78, 552).

En el camino ascético pueden entrar también las peregrinaciones. En particular, san Jerónimo impulsó las peregrinaciones a Tierra Santa, donde los peregrinos eran acogidos y alojados en edificios surgidos junto al monasterio de Belén, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, hija espiritual de san Jerónimo (cf. Ep. 108, 14).

No hay que olvidar, por último, la contribución ofrecida por san Jerónimo a la pedagogía cristiana (cf. Epp. 107 y 128). Se propone formar "un alma que tiene que convertirse en templo del Señor" (Ep. 107, 4), una "joya preciosísima" a los ojos de Dios (Ep. 107, 13). Con profunda intuición aconseja preservarla del mal y de las ocasiones de pecado, evitar las amistades equívocas o que disipan (cf. Ep. 107, 4 y 8-9; también Ep. 128, 3-4). Sobre todo exhorta a los padres a crear un ambiente de serenidad y alegría entre sus hijos, a estimularlos en el estudio y en el trabajo, también con la alabanza y la emulación (cf. Epp. 107, 4 y 128, 1), a animarlos a superar las dificultades, favoreciendo en ellos las buenas costumbres y preservándolos de las malas porque —dice, citando una frase de Publilio Siro que había escuchado en la escuela— "a duras penas lograrás corregirte de las cosas a las que te vas acostumbrando tranquilamente" (Ep. 107, 8).

Los padres son los principales educadores de sus hijos, sus primeros maestros de vida. Con mucha claridad, san Jerónimo, dirigiéndose a la madre de una muchacha y luego al padre, advierte, como expresando una exigencia fundamental de toda criatura humana que se asoma a la existencia: "Que encuentre en ti a su maestra, y que en su inexperta niñez te mire a ti con admiración. Que nunca vea en ti ni en su padre actitudes que la lleven al pecado por imitación. Recordad que (...) podéis educarla más con el ejemplo que con la palabra" (Ep. 107, 9).

Entre las principales intuiciones de san Jerónimo como pedagogo hay que subrayar la importancia que atribuye a una educación sana e integral desde la primera infancia, la peculiar responsabilidad que reconoce a los padres, la urgencia de una seria formación moral y religiosa, y la exigencia del estudio para lograr una formación humana más completa.

Además, un aspecto bastante descuidado en los tiempos antiguos, pero que san Jerónimo considera vital, es la promoción de la mujer, a la que reconoce el derecho a una formación completa: humana, académica, religiosa y profesional.

Y precisamente hoy vemos cómo la educación de la personalidad en su integridad, la educación en la responsabilidad ante Dios y ante los hombres, es la auténtica condición de todo progreso, de toda paz, de toda reconciliación y de toda exclusión de la violencia. Educación ante Dios y ante los hombres: es la sagrada Escritura la que nos ofrece la guía de la educación y, por tanto, del auténtico humanismo.

No podemos concluir estas rápidas observaciones sobre este gran Padre de la Iglesia sin mencionar la eficaz contribución que dio a la salvaguarda de los elementos positivos y válidos de las antiguas culturas judía, griega y romana en la naciente civilización cristiana. San Jerónimo reconoció y asimiló los valores artísticos, la riqueza de los sentimientos y la armonía de las imágenes presentes en los clásicos, que educan el corazón y la fantasía despertando sentimientos nobles.

Sobre todo, puso en el centro de su vida y de su actividad la palabra de Dios, que indica al hombre las sendas de la vida, y le revela los secretos de la santidad. Por todo esto no podemos menos de sentirnos profundamente agradecidos a san Jerónimo, precisamente en nuestro tiempo.

martes, 28 de septiembre de 2010

Santos Arcángeles: Miguel, Gabriel y Rafael.

El nombre de ángel -explicaba san Agustín- indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza te diré que es un espíritu; si preguntas lo que hace te diré que es un ángel, es decir -añado yo- alguien que trae noticias y otras cosas -siempre buenas- de parte de Dios.
Los ángeles caídos -los demonios- siguen siendo espíritus, no han perdido su naturaleza. Pero ya no son ángeles porque han renunciado a su oficio. Si traen algo no es de parte de Dios, y no puede ser bueno.
Nosotros andamos siempre -en Misa y siempre- a vueltas con los ángeles: para entonar un himno de alabanza nos asociamos a los coros celestiales y procuramos no desentonar; cuando ofrecemos algo pedimos que la ofrenda suba hasta el altar del Cielo por manos del Ángel de Dios... cada 29 de septiembre celebramos una fiestecilla aquí en la tierra -poca cosa comparada con la que se organiza en el Cielo- para Miguel, Gabriel y Rafael a quienes llamamos archiángeles porque no se nos ha ocurrido una palabra mejor. Dicen los sabios que los arcángeles no son -a pesar de ese nombre estupendo que les hemos dado- las más altas Jerarquías. Al parecer hay Querubines, una especie de locura toda inflamada en Amor de Dios cuyo oficio principal es la adoración; al parecer son las criaturas dotadas de una mirada más penetrante y de una inteligencia más clara.
Representamos a Miguel con una espada, como a un soldado. Y a él nos encomendamos para sostener el buen combate de la fe. Porque ya sabemos lo que pasa cuando luchamos confiando solamente en nuestras fuerzas.
A Gabriel lo contemplamos en el Ángelus como el amable embajador que anuncia a la amabilísima Señora la Encarnación. Y no abrimos la boca para hablar de Dios y de la Buena Nueva sin encomendarnos a él. Porque ya sabemos lo que pasa cuando queremos anunciar el evangelio -oficio humano donde los haya- olvidando el amable estilo de Dios.
Rafael es el ángel del camino y, por supuesto, nadie en su sano juicio planea una excursión -aunque sea al bar de la esquina- sin encomendar cada uno de sus pasos al más eficiente de los sherpas. Porque sabemos de sobra que cada paso puede ser una ascensión increíble y una sorpresa agradable si él nos guía.
Miguel, Grabriel, Rafael... rogad por nosotros.

martes, 14 de septiembre de 2010

La Virgen de los Dolores

Saludamos a la Eucaristía con el Ave Verum. Realmente, verdaderamente... Dios encarnado, nacido de la Virgen María... realmente inmolado en la Cruz por nosotros. El piadoso y dulce Jesús muere en la Cruz delante de su Madre. También es real el dolor de la Virgen.
Comulgar y no sentir dolor... y no querer sentir dolor... ¿será comulgar bien?

domingo, 12 de septiembre de 2010

San Juan Crisóstomo

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 19 de septiembre de 2007
San Juan Crisóstomo (1)

Queridos hermanos y hermanas:
Este año se cumple el decimosexto centenario de la muerte de san Juan Crisóstomo (407-2007). Podría decirse que Juan de Antioquía, llamado Crisóstomo, o sea, "boca de oro" por su elocuencia, sigue vivo hoy, entre otras razones, por sus obras. Un copista anónimo dejó escrito que estas "atraviesan todo el orbe como rayos fulminantes". Sus escritos nos permiten también a nosotros, como a los fieles de su tiempo, que en varias ocasiones se vieron privados de él a causa de sus destierros, vivir con sus libros, a pesar de su ausencia. Es lo que él mismo sugería en una carta desde el destierro (cf. A Olimpia, Carta 8, 45).

Nacido en torno al año 349 en Antioquía de Siria (actualmente Antakya, en el sur de Turquía), desempeñó allí su ministerio presbiteral durante cerca de once años, hasta el año 397, cuando, nombrado obispo de Constantinopla, ejerció en la capital del Imperio el ministerio episcopal antes de los dos destierros, que se sucedieron a breve distancia uno del otro, entre los años 403 y 407. Hoy nos limitamos a considerar los años antioquenos de san Juan Crisóstomo.

Huérfano de padre en tierna edad, vivió con su madre, Antusa, que le transmitió una exquisita sensibilidad humana y una profunda fe cristiana. Después de los estudios primarios y superiores, coronados por los cursos de filosofía y de retórica, tuvo como maestro a Libanio, pagano, el más célebre retórico de su tiempo. En su escuela, san Juan se convirtió en el mayor orador de la antigüedad griega tardía.
Bautizado en el año 368 y formado en la vida eclesiástica por el obispo Melecio, fue por él instituido lector en el año 371. Este hecho marcó la entrada oficial de Crisóstomo en la carrera eclesiástica. Del año 367 al 372, frecuentó el Asceterio, una especie de seminario de Antioquía, junto a un grupo de jóvenes, algunos de los cuales fueron después obispos, bajo la guía del famoso exegeta Diodoro de Tarso, que encaminó a san Juan a la exégesis histórico-literal, característica de la tradición antioquena.

Después se retiró durante cuatro años entre los eremitas del cercano monte Silpio. Prosiguió aquel retiro otros dos años, durante los cuales vivió solo en una caverna bajo la guía de un "anciano". En ese período se dedicó totalmente a meditar "las leyes de Cristo", los evangelios y especialmente las cartas de Pablo. Al enfermarse y ante la imposibilidad de curarse por sí mismo, tuvo que regresar a la comunidad cristiana de Antioquía (cf. Palladio, Vida 5). El Señor —explica el biógrafo— intervino con la enfermedad en el momento preciso para permitir a Juan seguir su verdadera vocación.

En efecto, escribirá él mismo que, ante la alternativa de elegir entre las vicisitudes del gobierno de la Iglesia y la tranquilidad de la vida monástica, preferiría mil veces el servicio pastoral (cf. Sobre el sacerdocio, 6, 7): precisamente a este servicio se sentía llamado san Juan Crisóstomo. Y aquí se realiza el giro decisivo de la historia de su vocación: pastor de almas a tiempo completo. La intimidad con la palabra de Dios, cultivada durante los años de la vida eremítica, había madurado en él la urgencia irresistible de predicar el Evangelio, de dar a los demás lo que él había recibido en los años de meditación. El ideal misionero lo impulsó así, alma de fuego, a la solicitud pastoral.

Entre los años 378 y 379 regresó a la ciudad. Diácono en el 381 y presbítero en el 386, se convirtió en un célebre predicador en las iglesias de su ciudad. Pronunció homilías contra los arrianos, seguidas de las conmemorativas de los mártires antioquenos y de otras sobre las principales festividades litúrgicas: se trata de una gran enseñanza de la fe en Cristo, también a la luz de sus santos. El año 387 fue el "año heroico" de san Juan Crisóstomo, el de la llamada "rebelión de las estatuas". El pueblo derribó las estatuas imperiales como protesta contra el aumento de los impuestos. En aquellos días de Cuaresma y de angustia a causa de los inminentes castigos por parte del emperador, pronunció sus veintidós vibrantes Homilías sobre las estatuas, orientadas a la penitencia y a la conversión. Siguió un período de serena solicitud pastoral (387-397).

San Juan Crisóstomo es uno de los Padres más prolíficos: de él nos han llegado 17 tratados, más de 700 homilías auténticas, los comentarios a san Mateo y a san Pablo (cartas a los Romanos, a los Corintios, a los Efesios y a los Hebreos) y 241 cartas. No fue un teólogo especulativo. Sin embargo, transmitió la doctrina tradicional y segura de la Iglesia en una época de controversias teológicas suscitadas sobre todo por el arrianismo, es decir, por la negación de la divinidad de Cristo.

Por tanto, es un testigo fiable del desarrollo dogmático alcanzado por la Iglesia en los siglos IV y V. Su teología es exquisitamente pastoral; en ella es constante la preocupación de la coherencia entre el pensamiento expresado por la palabra y la vivencia existencial. Este es, en particular, el hilo conductor de las espléndidas catequesis con las que preparaba a los catecúmenos para recibir el bautismo. Poco antes de su muerte, escribió que el valor del hombre está en el "conocimiento exacto de la verdadera doctrina y en la rectitud de la vida" (Carta desde el destierro). Las dos cosas, conocimiento de la verdad y rectitud de vida, van juntas: el conocimiento debe traducirse en vida. Todas sus intervenciones se orientaron siempre a desarrollar en los fieles el ejercicio de la inteligencia, de la verdadera razón, para comprender y poner en práctica las exigencias morales y espirituales de la fe.

San Juan Crisóstomo se preocupa de acompañar con sus escritos el desarrollo integral de la persona, en sus dimensiones física, intelectual y religiosa. Compara las diversas etapas del crecimiento a otros tantos mares de un inmenso océano: "El primero de estos mares es la infancia" (Homilía 81, 5 sobre el evangelio de san Mateo). En efecto "precisamente en esta primera edad se manifiestan las inclinaciones al vicio y a la virtud". Por eso, la ley de Dios debe imprimirse desde el principio en el alma "como en una tablilla de cera" (Homilía 3, 1 sobre el evangelio de san Juan): de hecho esta es la edad más importante. Debemos tener presente cuán fundamental es que en esta primera etapa de la vida entren realmente en el hombre las grandes orientaciones que dan la perspectiva correcta a la existencia. Por ello, san Juan Crisóstomo recomienda: "Desde la más tierna edad proporcionad a los niños armas espirituales y enseñadles a persignarse la frente con la mano" (Homilía 12, 7 sobre la primera carta a los Corintios).

Vienen luego la adolescencia y la juventud: "A la infancia le sigue el mar de la adolescencia, donde los vientos soplan con fuerza..., porque en nosotros crece... la concupiscencia" (Homilía 81, 5 sobre el evangelio de san Mateo). Por último, llegan el noviazgo y el matrimonio: "A la juventud le sucede la edad de la persona madura, en la que sobrevienen los compromisos de familia: es el tiempo de buscar esposa" (ib.). Recuerda los fines del matrimonio, enriqueciéndolos —mediante la alusión a la virtud de la templanza— con una rica trama de relaciones personalizadas. Los esposos bien preparados cortan así el camino al divorcio: todo se desarrolla con alegría y se puede educar a los hijos en la virtud. Cuando nace el primer hijo, este es "como un puente; los tres se convierten en una sola carne, dado que el hijo une las dos partes" (Homilía 12, 5 sobre la carta a los Colosenses) y los tres constituyen "una familia, pequeña Iglesia" (Homilía 20, 6 sobre la carta a los Efesios).

La predicación de san Juan Crisóstomo se desarrollaba habitualmente durante la liturgia, "lugar" en el que la comunidad se construye con la Palabra y la Eucaristía. Aquí la asamblea reunida expresa la única Iglesia (Homilía 8, 7 sobre la carta a los Romanos); en todo lugar la misma palabra se dirige a todos (Homilía 24, 2 sobre la Primera Carta a los Corintios) y la comunión eucarística se convierte en signo eficaz de unidad (Homilía 32, 7 sobre el evangelio de san Mateo).

Su proyecto pastoral se insertaba en la vida de la Iglesia, en la que los fieles laicos con el bautismo asumen el oficio sacerdotal, real y profético. Al fiel laico dice: "También a ti el bautismo te hace rey, sacerdote y profeta" (Homilía 3, 5 sobre la segunda carta a los Corintios). De aquí brota el deber fundamental de la misión, porque cada uno en alguna medida es responsable de la salvación de los demás: "Este es el principio de nuestra vida social...: no interesarnos sólo por nosotros mismos" (Homilía 9, 2 sobre el Génesis). Todo se desarrolla entre dos polos: la gran Iglesia y la "pequeña Iglesia", la familia, en relación recíproca.

Como podéis ver, queridos hermanos y hermanas, esta lección de san Juan Crisóstomo sobre la presencia auténticamente cristiana de los fieles laicos en la familia y en la sociedad, es hoy más actual que nunca. Roguemos al Señor para que nos haga dóciles a las enseñanzas de este gran maestro de la fe.

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 26 de septiembre de 2007

San Juan Crisóstomo (2)

Queridos hermanos y hermanas:

Continuamos hoy nuestra reflexión sobre san Juan Crisóstomo. Después del período pasado en Antioquía, en el año 397, fue nombrado obispo de Constantinopla, la capital del Imperio romano de Oriente. Desde el inicio, san Juan proyectó la reforma de su Iglesia; la austeridad del palacio episcopal debía servir de ejemplo para todos: clero, viudas, monjes, personas de la corte y ricos. Por desgracia no pocos de ellos, afectados por sus juicios, se alejaron de él.

Por su solicitud en favor de los pobres, san Juan fue llamado también "el limosnero". Como administrador atento logró crear instituciones caritativas muy apreciadas. Su espíritu emprendedor en los diferentes campos hizo que algunos lo vieran como un peligroso rival. Sin embargo, como verdadero pastor, trataba a todos de manera cordial y paterna. En particular, siempre tenía gestos de ternura con respecto a la mujer y dedicaba una atención especial al matrimonio y a la familia. Invitaba a los fieles a participar en la vida litúrgica, que hizo espléndida y atractiva con creatividad genial.

A pesar de su corazón bondadoso, no tuvo una vida tranquila. Pastor de la capital del Imperio, a menudo se vio envuelto en cuestiones e intrigas políticas por sus continuas relaciones con las autoridades y las instituciones civiles. En el ámbito eclesiástico, dado que en el año 401 había depuesto en Asia a seis obispos indignamente elegidos, fue acusado de rebasar los límites de su jurisdicción, por lo que se convirtió en diana de acusaciones fáciles.

Otro pretexto de ataques contra él fue la presencia de algunos monjes egipcios, excomulgados por el patriarca Teófilo de Alejandría, que se refugiaron en Constantinopla. Después se creó una fuerte polémica causada por las críticas de san Juan Crisóstomo a la emperatriz Eudoxia y a sus cortesanas, que reaccionaron desacreditándolo e insultándolo.

De este modo, fue depuesto en el sínodo organizado por el mismo patriarca Teófilo, en el año 403, y condenado a un primer destierro breve. Tras regresar, la hostilidad que se suscitó contra él a causa de su protesta contra las fiestas en honor de la emperatriz, que san Juan consideraba fiestas paganas y lujosas, así como la expulsión de los presbíteros encargados de los bautismos en la Vigilia pascual del año 404, marcaron el inicio de la persecución contra san Juan Crisóstomo y sus seguidores, llamados "juanistas".

Entonces, san Juan denunció los hechos en una carta al obispo de Roma, Inocencio I. Pero ya era demasiado tarde. En el año 406 fue desterrado nuevamente, esta vez a Cucusa, en Armenia. El Papa estaba convencido de su inocencia, pero no tenía el poder para ayudarle. No se pudo celebrar un concilio, promovido por Roma, para lograr la pacificación entre las dos partes del Imperio y entre sus Iglesias. El duro viaje de Cucusa a Pitionte, destino al que nunca llegó, debía impedir las visitas de los fieles y quebrantar la resistencia del obispo exhausto: la condena al destierro fue una auténtica condena a muerte.

Son conmovedoras las numerosas cartas que escribió san Juan desde el destierro, en las que manifiesta sus preocupaciones pastorales con sentimientos de participación y de dolor por las persecuciones contra los suyos. La marcha hacia la muerte se detuvo en Comana, provincia del Ponto. Allí san Juan, moribundo, fue llevado a la capilla del mártir san Basilisco, donde entregó su alma a Dios y fue sepultado, como mártir junto al mártir (Paladio, Vida 119). Era el 14 de septiembre del año 407, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Su rehabilitación tuvo lugar en el año 438 con Teodosio II. Los restos del santo obispo, sepultados en la iglesia de los Apóstoles, en Constantinopla, fueron trasladados en el año 1204 a Roma, a la primitiva basílica constantiniana, y descansan ahora en la capilla del Coro de los canónigos de la basílica de San Pedro.

El 24 de agosto de 2004, el Papa Juan Pablo II entregó una parte importante de sus reliquias al patriarca Bartolomé I de Constantinopla. La memoria litúrgica del santo se celebra el 13 de septiembre. El beato Juan XXIII lo proclamó patrono del concilio Vaticano II.

De san Juan Crisóstomo se dijo que, cuando se sentó en el trono de la nueva Roma, es decir, de Constantinopla, Dios manifestó en él a un segundo Pablo, un doctor del universo. En realidad, en san Juan Crisóstomo hay una unidad esencial de pensamiento y de acción tanto en Antioquía como en Constantinopla. Sólo cambian el papel y las situaciones.

Al meditar en las ocho obras realizadas por Dios en la secuencia de los seis días, en el comentario del Génesis, san Juan Crisóstomo quiere hacer que los fieles se remonten de la creación al Creador: "Es de gran ayuda —dice— saber qué es la criatura y qué es el Creador". Nos muestra la belleza de la creación y el reflejo de Dios en su creación, que se convierte de este modo en una especie de "escalera" para ascender a Dios, para conocerlo.

Pero a este primer paso le sigue un segundo: este Dios creador es también el Dios de la condescendencia (synkatabasis). Nosotros somos débiles para "ascender", nuestros ojos son débiles. Así, Dios se convierte en el Dios de la condescendencia, que envía al hombre, caído y extranjero, una carta, la sagrada Escritura. De este modo, la creación y la Escritura se completan. A la luz de la Escritura, de la carta que Dios nos ha dado, podemos descifrar la creación. A Dios le llama "Padre tierno" (philostorgios) (ib.), médico de las almas (Homilía 40, 3 sobre el Génesis), madre (ib.) y amigo afectuoso (Sobre la Providencia 8, 11-12).

Pero a este segundo paso —el primero era la creación como "escalera" hacia Dios; y el segundo, la condescendencia de Dios a través de la carta que nos ha dado, la sagrada Escritura— se añade un tercer paso: Dios no sólo nos transmite una carta; en definitiva, él mismo baja, se encarna, se hace realmente "Dios con nosotros", nuestro hermano hasta la muerte en la cruz.

Y tras estos tres pasos —Dios que se hace visible en la creación, Dios nos envía una carta, y Dios desciende y se convierte en uno de nosotros— se agrega al final un cuarto paso: en la vida y la acción del cristiano, el principio vital y dinámico es el Espíritu Santo (Pneuma), que transforma la realidad del mundo. Dios entra en nuestra existencia misma a través del Espíritu Santo y nos transforma desde dentro de nuestro corazón.

Con este telón de fondo, precisamente en Constantinopla, san Juan, al comentar los Hechos de los Apóstoles, propone el modelo de la Iglesia primitiva (cf. Hch 4, 32-37) como modelo para la sociedad, desarrollando una "utopía" social (una especie de "ciudad ideal"). En efecto, se trataba de dar un alma y un rostro cristiano a la ciudad. En otras palabras, san Juan Crisóstomo comprendió que no basta con dar limosna o ayudar a los pobres de vez en cuando, sino que es necesario crear una nueva estructura, un nuevo modelo de sociedad; un modelo basado en la perspectiva del Nuevo Testamento. Es la nueva sociedad que se revela en la Iglesia naciente.

Por tanto, san Juan Crisóstomo se convierte de este modo en uno de los grandes padres de la doctrina social de la Iglesia: la vieja idea de la polis griega se debe sustituir por una nueva idea de ciudad inspirada en la fe cristiana. San Juan Crisóstomo defendía, como san Pablo (cf. 1 Co 8, 11), el primado de cada cristiano, de la persona en cuanto tal, incluso del esclavo y del pobre. Su proyecto corrige así la tradicional visión griega de la polis, de la ciudad, en la que amplios sectores de la población quedaban excluidos de los derechos de ciudadanía, mientras que en la ciudad cristiana todos son hermanos y hermanas con los mismos derechos.

El primado de la persona también es consecuencia del hecho de que, partiendo realmente de ella, se construye la ciudad, mientras que en la polis griega la patria se ponía por encima del individuo, el cual quedaba totalmente subordinado a la ciudad en su conjunto. De este modo, con san Juan Crisóstomo comienza la visión de una sociedad construida a partir de la conciencia cristiana. Y nos dice que nuestra polis es otra, "nuestra patria está en los cielos" (Flp 3, 20) y en esta patria nuestra, incluso en esta tierra, todos somos iguales, hermanos y hermanas, y nos obliga a la solidaridad.

Al final de su vida, desde el destierro en las fronteras de Armenia, "el lugar más desierto del mundo", san Juan, enlazando con su primera predicación del año 386, retomó un tema muy importante para él: Dios tiene un plan para la humanidad, un plan "inefable e incomprensible", pero seguramente guiado por él con amor (cf. Sobre la Providencia 2, 6). Esta es nuestra certeza. Aunque no podamos descifrar los detalles de la historia personal y colectiva, sabemos que el plan de Dios se inspira siempre en su amor.

Así, a pesar de sus sufrimientos, san Juan Crisóstomo reafirmó el descubrimiento de que Dios nos ama a cada uno con un amor infinito y por eso quiere la salvación de todos. Por su parte, el santo obispo cooperó a esta salvación con generosidad, sin escatimar esfuerzos, durante toda su vida. De hecho, consideraba como fin último de su existencia la gloria de Dios que, ya moribundo, dejó como último testamento: "¡Gloria a Dios por todo!" (Paladio, Vida 11).

martes, 24 de agosto de 2010

Santa Teresa de Jesús Jornet e Ibars, patrona de la ancianidad.

Una maestra amable. Nació en Aytona en 1843. Su tío abuelo, el Padre Palau (1811-1872) fue el fundador de un Instituto de Terciarias Carmelitas dedicadas a la enseñanza. Una tía materna se la llevó a Lérida para que pudiera estudiar. Hacia los catorce años decidió que quería ser maestra. En cuanto empezó a ejercer como tal, el Padre Palau quiso pescarla para sus escuelas. Teresa colaboró eficazmente con las Carmelitas durante años pero siempre como seglar. Buscaba otro camino y creyó encontrarlo en el noviciado de las Clarisas de Briviesca. Allí enfermó y tuvo que dejar el noviciado. Volvió a trabajar en la enseñanza con las Carmelitas del padre Palau hasta que este murió en 1872. Entonces regresó a Aytona y encontró su camino. Tenía ella 29 años y le quedaban 25 años de vida.
Una Fundadora amabilísima. Todo fue muy rápido. El mismo año de la muerte del padre Palau, Teresa fue de visita con su madre a Barbastro, y conocíó allí a don Pedro Llacera, un sacerdote de los que no pierden el tiempo y que, nada más verla, comprendió que era la persona que andaba buscando. Le dijo, sin rodeos, que un amigo suyo -don Saturnino López Novoa, canónigo en Huesca- quería fundar una congregación religiosa dedicada a la atención de los ancianos. Teresa volvió a Aytona, hizo las maletas y regresó a Barbastro. No llegó sola. La acompañaban una hermana -María- y una amiga -Mercedes Calzada-. Allí se encontraron con otras nueve aspirantes. En veinticnco años esas doce se iban a convertir en más de mil repartidas en 103 casas de España y América.
Una idea simple. La idea de don Saturnino era simple como el evangelio. Echar un vistazo alrededor, ver qué hace falta y remediar la necesidad que, en este caso, era el abandono en que se encontraba una muchedumbre de ancianos pobres, enfermos y, en definitiva, desamparados. Don Saturnino tejió la red con esa idea simple. Don Pedro Llacera echó la red y pescó a Teresa. Luego Teresa se pasó la vida cuidando de esos ancianos. Su ejemplo atrajo a las otras mil.
Amabilísima y eficaz. Como todo tenía que ser muy rápido hacía falta una persona práctica, mujer, por más señas, y santa. Era necesario, además, que tal persona tuviera sentido del humor para que su sentido sobrenatural no ofreciese dudas. Debía tener algo más por la misma razón: sentido común. La Madre Teresa era así y formó así a sus hijas. No quería cosas raras ni caras largas. Su sentido sobrenatural apreciaba la Eucaristía y la caridad como cauces para el encuentro con Dios. Su sentido común hacía el resto. Y su sentido del humor hacía que todo fuera humanamente amable, simple y desconcertante para los complicados.
¿Qué futuro les espera a las HADAS? Los típicos optimistas les auguran un futuro muy negro. Aducen que, gracias a Dios, cada vez es menos necesaria la caridad porque los amables políticos se encargan de que haya escuela gratis, medicina y hospital para todos. Pero todavía hay personas con sentido común. Benedicto XVI, por ejemplo, nos ha recordado que siempre será necesario el amor. Incluso los políticos saben que, al final, sus proyectos son demasiado humanos para ser eficaces. Y a las Hermanitas todo esto de su futuro les trae sin cuidado. Hay miles de ellas y, en sus más de doscientas casas, hacen lo que han hecho siempre, cuidar de los ancianos y preguntarle a Dios antes de acostarse: ¿Lo hemos hecho bien? Lo demás les importa muy poco. Por eso son tan alegres y tan amables, tan eficaces y tan buenas.
Lo que no puede tener mucho futuro es una civilización que se olvida del amor.
Santa Teresa Jornet: Ruega por nosotros.

domingo, 15 de agosto de 2010

San Esteban de Hungría

Si un rey es santo y no es un santo raro, tiene que ser un buen rey. Hoy en día nadie diría que san Esteban de Hungría fue un santo. Es normal. Hoy en día sabemos poco de santos y de reyes. Y casi nada de reyes santos.
San Esteban de Hungría fue un excelente rey de Hungría -eso lo saben todos los húngaros- y es un santo -cosa que solamente recordamos en la Iglesia católica cada 16 de agosto-.
¿Por qué fue un rey excelente de Hungría? Porque, si no fuera por él, Hungría no existiría.
¿Por qué es santo? Porque, si no hubiera sido por él, Hungría -de haber existido- habría sido un país cristiano por otro. Pero, sobre todo, porque no intentaba parecer bondadoso y amable sino obedecer a Dios.
San Esteban de Hungría: Ruega por nuestros reyes y por nosotros y por los reyes de todos... y por todos.

viernes, 13 de agosto de 2010

San Maximiliano Kolbe, presbítero y mártir.

Un niño travieso y polaco le hace exclamar a su madre: ¡Hijo mío! ¿Qué va ser de ti?
Poco después el niño parece cambiado. Su madre se preocupa y le pregunta qué le pasa. Y el niño cuenta, entre lágrimas, que se ha puesto de rodillas ante el altar de la Virgen y que la Virgen le ha hablado. Le ha mostrado dos coronas -una roja y otra blanca- y le ha preguntado que cuál de las dos quiere. Y él ha dicho que las dos. Y La Señora le ha dicho que tendrá las dos.
Años después ese niño es un franciscano enamorado de la Virgen y Polonia es un país ocupado por los nazis que deciden cerrar su convento. Maximiliano se despide de sus frailes como una madre puede despedirse de los niños que se van al colegio diciéndoles que no se olviden del bocadillo. Él les dice: no olvidéis el amor.
Esas palabras dicen todo lo que ha pasado con una civilización que no ha conocido el amor, o lo ha olvidado. Los campos de concentración y todo lo demás -la guerra, la persecución religiosa, el exterminio de judíos, gitanos, homosexuales, enfermos...- se viste de Ciencia y de Derecho. No son cosas de bárbaros sino de personas civilizadas y cultas. No son cosas de la Edad Media sino cosas ocurridas en la civilizadísma Europa del siglo XX. No son las consecuencias de un momento de obcecación o de locura, son cosas programadas fríamente por magistrados, políticos, filósofos, científicos... por profesionales.
Maximiliano Kolbe acaba en Auschwitz. Allí a cualquier falta leve se le aplica un castigo ejemplar. Si no aparece el culpable se elige a varios prisioneros al azar para ejecutarlos.
Las autoridades del campo de concentración reúnen a los presos y empieza el sorteo. Maximiliano oye las súplicas de uno de los condenados que dice: soy padre de familia, tengo hijos... Sale de entre las filas de sus compañeros y se ofrece a ocupar el puesto del condenado. Y sabe lo que le espera. El castigo consiste en meter a los condenados en unas celdas donde los dejarán morir de hambre y de sed para que se olviden del amor si alguna vez pensaron que tal cosa era posible entre los hombres.
Años después Juan Pablo II canonizó a San Maximiliano María Kolbe como mártir, como testigo del amor.
Su madre de la tierra le preguntaba angustiada: ¿Que va a ser de ti?
Santa María le dio las dos coronas.

San Ponciano, papa y san Hipólito, presbítero, mártires.

Hipólito era un sacerdote romano, discípulo de San Ireneo,  que llevaba años peleando con los herejes y con los Papas. A los herejes les reprochaba, con razón, sus herejías y a los Papas, sin razón, su blandura con los penitentes. Fueran cuales fueran sus razones el caso es que cometió uno de los pecados más graves que puede cometer un sacerdote: cometió un cisma. No quiso reconocer al Papa san Calixto; cuando este murió no quiso reconocer a su sucesor, San Urbano y, cuando murió san Urbano y fue elegido san Ponciano (230), tampoco se sometió a su autoridad. El sacerdote debe unir unido a su obispo. Si está peleado con su obispo y siembra divisiones,  atenta contra la unidad de la Iglesia y eso nunca está bien. Por eso cuando el demonio encuentra a un sacerdote que es listo y rebelde se alegra mucho.
El emperador Maximino el Tracio -que, por lo visto, medía casi tres metros- decidió acabar con la Cabeza de la Iglesia de Roma. Cuando le informaron de que la Iglesia romana estaba dividida entre los cristianos fieles al Papa y los seguirdores de Hipólito decidió mandarlos a ambos a Cerdeña. Allí Hipólito se recocilió con Ponciano. Para que la Iglesia de Roma no quedase sin pastor, Ponciano renunció al pontificado. Fue elegido Antero. Así, la reconciliación de san Hipólito y san Ponciano, unidos en el destierro y en martirio, tuvo como fruto el fin de un cisma.

martes, 10 de agosto de 2010

Santa Clara, virgen.

Santa Clara murió en Asís -el lugar donde había nacido 59 años antes- el 11 de agosto de 1253. El año siguiente fue canonizada por el Papa Alejandro IV. ¿Qué había hecho?
Hasta los dieciseis años vivió como una especie de princesa. Entonces sus padres le arreglaron el matrimonio con una especie de príncipe y dijo que ella se había consagrado a Dios. Eso era una especie de rebelión o, peor, una revolución.
Después oyó la predicación de San Francisco y decidió vivir el resto de sus días como una especie de esclava en completa libertad, obediencia, castidad y pobreza. El año 1212 -fecha muy fácil de recordar, tenía dieciocho añitos- consumó la rebelión fugándose de casa y refugiándose en un convento. La revolución estaba en marcha y era imparable. Su hermana Inés siguió su ejemplo y luego la siguieron otras dos hemanas. Luego la revolución se puso de moda y, mientras los jóvenes de Asís se hacían Franciscanos, las chicas jóvenes llamaban a las puertas de Santa Clara para hacerse clarisas.
Pero entonces, ¿qué había hecho para merecer ser canonizada tan rápidamente?
Pues había organizado una gran revolución de amor que empezó en su corazón y le pegó fuego al mundo.

lunes, 9 de agosto de 2010

San Lorenzo, diácono y mártir.

Nacido en Huesca, Lorenzo fue ordenado diácono por el Papa Sixto II. Tras el martirio del Papa, Lorenzo envío a España el Santo Grial que se venera en Valencia. Él mismo sufrió el martirio cuatro días después de la muerte del Papa.
En uno de sus sermones, San Agustín recordaba cómo el santo diácono que había administrado la sangre de Cristo también derramó su propia sangre por el nombre de Cristo.
Siete diáconos mártires en agosto. hay que tratar muy bien a don José Mario.

viernes, 6 de agosto de 2010

San Sixto II, mártir.

El año 253 fue proclamado emperador Valeriano. Consultado acerca de cómo había que proceder con los cristianos publicó un rescripto en el que prohibía bajo pena de muerte las reuniones de los fieles. Inmediatamente se desató una nueva persecución y el año 257 el Papa Esteban I fue martirizado. 
Le sucedió ese mismo año Sixto II, vigésimo cuarto Papa. El 6 de agosto  del año 258 Sixto II y seis de sus diáconos fueron ejecutados en cumplimiento de esa misma disposición imperial. Lo recordamos hoy, día siete, porque ayer fue la Transfiguración
Había siete diáconos en Roma. El séptimo, San Lorenzo, alcanzó la palma del martirio cuatro días después.
Agosto es un mes estupendo para dar testimonio de nuestra fe.
¿Y el emperador Valeriano? Que Dios lo tenga en su Gloria. Estará arrepentido de lo que hizo, si está allí. Yo, durante este mes, me propongo no quejarme del calor y tratar muy bien a Don José Mario que es el único diácono que tenemos en Villena.

jueves, 5 de agosto de 2010

La Transfiguración del Señor

Orar es ir al encuentro del Señor, ante todo, para escuchar. Y no para escuchar de cualquier manera sino con una disposición interior de docilidad, de obediencia. Orar es escuchar la palabra de Dios para ponerla en práctica.
Moisés subió al Sinaí y allí recibió del Dios Misericordioso las Tablas de la Ley. Él mismo quedó transformado, casi transfigurado, después de su encuentro con el Señor. Elías recibió su misión en el Horeb. Allí le habló Dios en una brisa suave.
Pedro, Santiago y Juan subieron al encuentro del Señor en el Monte de la Transfiguración -el Tabor, según la Tradición-. Debió ser un largo rato de oración, quizá un día entero porque estaban rendidos de sueño cuando vieron la gloria de Jesús. Entonces se sintieron bien, tanto que querían quedarse allí y estaban dispuestos a hacer tiendas para Jesús, para Moisés y para Elías. No sabían lo que decían. Era un bien-estar algo fuera de sí mismos. También sintieron temor al oír la voz de Dios.
Fatiga, bienestar, temor... Todo esto puede sentirse sucesivamente en la oración. La perseverancia fatiga. Cuando es Dios qien habla -y no la propia imaginación- no es raro que el hombre sienta temor y paz, como los Apóstoles, y que no sepa lo que dice.
Lo que oyeron Pedro, Santiago y Juan fue Este es mi Hijo amado: escuchadle. Vieron la gloria de Jesús y recibieron la misión de escucharle. El mismo Dios los preparaba así para otras luchas, para los momentos difíciles de la Cruz.
Todos necesitamos perseverar en la oración -aunque canse-. Solamente así podemos abrazar la Cruz y ser testigos de la Resurrección de Cristo.

miércoles, 4 de agosto de 2010

La Dedicación de la Basílica de Santa María

Después del Concilio de Éfeso (431), en el que la madre de Jesús fue proclamada Madre de Dios, el papa Sixto III (432-440) erigió en Roma sobre el monte Esquilino, una basílica que fue llamada más tarde “Santa María la Mayor”. Es la iglesia más antigua dedicada en Occidente a la Virgen María. (Cfr Liturgia de las Horas)

Santa Dei Genitrix. Ora pro nobis.
Santa Madre de Dios. Ruega por nosotros.
San Cirilo, obispo de Alejandría, lo dijo mejor, pero con más palabras, en su discurso a los Padres reunidos en Éfeso. ¡Viva San Cirilo!

martes, 3 de agosto de 2010

San Juan María Vianney, presbítero.

Juan María Vianney nació tres años antes de la Revolucion Francesa - el 8 de mayo de 1786-. Su infancia y su adolescencia transcurrieron en un ambiente campesino de pobreza y piedad. Allí prendió su vocación sacerdotal. Alguna vez le confió a su madre: "Si fuera sacerdote, querría conquistar muchas almas". 
No eran tiempos fáciles para la Iglesia en Francia. Los sacerdotes que se habían negado a jurar los principios revolucionarios estaban proscritos y celebraban la Misa a escondidas. Para asistir a esas celebraciones el joven Vianney, como todos los cristianos fieles, tenía que salir de su casa y de su pueblo por la noche y recorrer largas distancias.
A los 17 años Juan María era analfabeto. Algunos sacerdotes supieron ver detrás de su incultura un espíritu recio y hondo y le ayudaron a estudiar. Pero entonces llegó la guerra. Napoleón reclutaba soldados para invadir España. Vianney fue llamado a filas. Entró a rezar en la iglesia mientras sus compañeros partían para el frente y, cuando se presentó a la oficina de reclutamiento estuvieron a punto de declararlo desertor. Confiando en su palabra lo dejaron partir solo en busca de los demás reclutas pero se perdió y acabó en un bosque donde se refugiaban algunos prófugos.

Que llegara a ser sacerdote en esas circunstancias fue un milagro. Tenía veintinueve años cuando fue ordenado como diácono y treinta cuando, por fin, recibió la ordenación sacerdotal. No había sido una carrera brillante ni fácil. No hubo premios ni honores ni aplausos sino horas de estudio, fracasos, perseverancia, humillaciones y lágrimas. Solamente alguien que desea con toda su alma llegar al sacerdocio puede perseverar así. Y ser sacerdote no era, precisamente, un honor en aquella Francia que consideraba la religión como un obstáculo para el progreso. Pero Juan María tenía ese deseo de conquistar almas y entendía el sacerdocio como un regalo precioso: solo se comprenderá la grandeza del sacerdocio en el cielo -decía-. Si el sacerdote se comprendiera moriría de amor.

Había entendido que ser sacerdote es ser otro Cristo y no buscaba sino identificarse con Él orando ante el sagrario y dedicando muchas horas a atender a los penitentes en el confesonario. Así, como a otro Cristo, lo vieron quienes lo conocieron. No eran sus cualidades humanas las que atraían a las personas sino esa perfecta identificación con Cristo a quien amaba.

Un sacerdote de Cristo no puede desear otra cosa que conquistar almas para Cristo. Por eso, si no somos santos, nos queda muy grande el sacerdocio. También por eso debemos pedir a todos que recen por nosotros para que seamos santos; para que quien nos vea, vea a otro Cristo.

lunes, 2 de agosto de 2010

San Juan María Vianney, presbítero.

El sacerdocio nos viene grande si no somos santos. No hace falta ser muy listo para ser cura, ni muy simpático, ni ir a la moda. San Juan María Vianney fue un sacerdote de Cristo: pobre, casto, humilde, enamorado.
¿Queréis que pidamos sacerdotes así? ¿Queréis rezar para que seamos así los sacerdotes?
El 4 de agosto de 2009 celebrábamos el 150 aniversario de su muerte. Al día siguiente, Benedicto XVI decía esto:

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Palacio pontificio de Castelgandolfo
Miércoles 5 de agosto de 2009
San Juan María Vianney, cura de Ars

Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy quiero recorrer de nuevo la vida del santo cura de Ars subrayando algunos de sus rasgos, que pueden servir de ejemplo también para los sacerdotes de nuestra época, ciertamente diferente de aquella en la que él vivió, pero en varios aspectos marcada por los mismos desafíos humanos y espirituales fundamentales. Precisamente ayer se cumplieron 150 años de su nacimiento para el cielo: a las dos de la mañana del 4 de agosto de 1859 san Juan Bautista María Vianney, terminado el curso de su existencia terrena, fue al encuentro del Padre celestial para recibir en herencia el reino preparado desde la creación del mundo para los que siguen fielmente sus enseñanzas (cf. Mt 25, 34). ¡Qué gran fiesta debió de haber en el paraíso al llegar un pastor tan celoso! ¡Qué acogida debe de haberle reservado la multitud de los hijos reconciliados con el Padre gracias a su obra de párroco y confesor! He querido tomar este aniversario como punto de partida para la convocatoria del Año sacerdotal que, como es sabido, tiene por tema: "Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote". De la santidad depende la credibilidad del testimonio y, en definitiva, la eficacia misma de la misión de todo sacerdote.
Juan María Vianney nació en la pequeña aldea de Dardilly el 8 de mayo de 1786, en el seno de una familia campesina, pobre en bienes materiales, pero rica en humanidad y fe. Bautizado, de acuerdo con una buena costumbre de esa época, el mismo día de su nacimiento, consagró los años de su niñez y de su adolescencia a trabajar en el campo y a apacentar animales, hasta el punto de que, a los diecisiete años, aún era analfabeto. No obstante, se sabía de memoria las oraciones que le había enseñado su piadosa madre y se alimentaba del sentido religioso que se respiraba en su casa.
Los biógrafos refieren que, desde los primeros años de su juventud, trató de conformarse a la voluntad de Dios incluso en las ocupaciones más humildes. Albergaba en su corazón el deseo de ser sacerdote, pero no le resultó fácil realizarlo. Llegó a la ordenación presbiteral después de no pocas vicisitudes e incomprensiones, gracias a la ayuda de prudentes sacerdotes, que no se detuvieron a considerar sus límites humanos, sino que supieron mirar más allá, intuyendo el horizonte de santidad que se perfilaba en aquel joven realmente singular. Así, el 23 de junio de 1815, fue ordenado diácono y, el 13 de agosto siguiente, sacerdote. Por fin, a la edad de 29 años, después de numerosas incertidumbres, no pocos fracasos y muchas lágrimas, pudo subir al altar del Señor y realizar el sueño de su vida.
El santo cura de Ars manifestó siempre una altísima consideración del don recibido. Afirmaba: "¡Oh, qué cosa tan grande es el sacerdocio! No se comprenderá bien más que en el cielo... Si se entendiera en la tierra, se moriría, no de susto, sino de amor" (Abbé Monnin, Esprit du Curé d'Ars, p. 113). Además, de niño había confiado a su madre: "Si fuera sacerdote, querría conquistar muchas almas" (Abbé Monnin, Procès de l'ordinaire, p. 1064). Y así sucedió. En el servicio pastoral, tan sencillo como extraordinariamente fecundo, este anónimo párroco de una aldea perdida del sur de Francia logró identificarse tanto con su ministerio que se convirtió, también de un modo visible y reconocible universalmente, en alter Christus, imagen del buen Pastor que, a diferencia del mercenario, da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 11). A ejemplo del buen Pastor, dio su vida en los decenios de su servicio sacerdotal. Su existencia fue una catequesis viviente, que cobraba una eficacia muy particular cuando la gente lo veía celebrar la misa, detenerse en adoración ante el sagrario o pasar muchas horas en el confesonario.
El centro de toda su vida era, por consiguiente, la Eucaristía, que celebraba y adoraba con devoción y respeto. Otra característica fundamental de esta extraordinaria figura sacerdotal era el ministerio asiduo de las confesiones. En la práctica del sacramento de la Penitencia reconocía el cumplimiento lógico y natural del apostolado sacerdotal, en obediencia al mandato de Cristo: "A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 23).
Así pues, san Juan María Vianney se distinguió como óptimo e incansable confesor y maestro espiritual. Pasando, "con un solo movimiento interior, del altar al confesonario", donde transcurría gran parte de la jornada, intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus feligreses redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la Presencia eucarística (cf. Carta a los sacerdotes para el Año sacerdotal).
Los métodos pastorales de san Juan María Vianney podrían parecer poco adecuados en las actuales condiciones sociales y culturales. De hecho, ¿cómo podría imitarlo un sacerdote hoy, en un mundo tan cambiado? Es verdad que los tiempos cambian y que muchos carismas son típicos de la persona y, por tanto, irrepetibles; sin embargo, hay un estilo de vida y un anhelo de fondo que todos estamos llamados a cultivar. Mirándolo bien, lo que hizo santo al cura de Ars fue su humilde fidelidad a la misión a la que Dios lo había llamado; fue su constante abandono, lleno de confianza, en manos de la divina Providencia.
Logró tocar el corazón de la gente no gracias a sus dotes humanas, ni basándose exclusivamente en un esfuerzo de voluntad, por loable que fuera; conquistó las almas, incluso las más refractarias, comunicándoles lo que vivía íntimamente, es decir, su amistad con Cristo. Estaba "enamorado" de Cristo, y el verdadero secreto de su éxito pastoral fue el amor que sentía por el Misterio eucarístico anunciado, celebrado y vivido, que se transformó en amor por la grey de Cristo, los cristianos, y por todas las personas que buscan a Dios.
Su testimonio nos recuerda, queridos hermanos y hermanas, que para todo bautizado, y con mayor razón para el sacerdote, la Eucaristía "no es simplemente un acontecimiento con dos protagonistas, un diálogo entre Dios y yo. La Comunión eucarística tiende a una transformación total de la propia vida. Con fuerza abre de par en par todo el yo del hombre y crea un nuevo nosotros" (Joseph Ratzinger, La Comunione nella Chiesa, p. 80).
Así pues, lejos de reducir la figura de san Juan María Vianney a un ejemplo, aunque sea admirable, de la espiritualidad católica del siglo XIX, es necesario, al contrario, percibir la fuerza profética, de suma actualidad, que distingue su personalidad humana y sacerdotal. En la Francia posrevolucionaria que experimentaba una especie de "dictadura del racionalismo" orientada a borrar la presencia misma de los sacerdotes y de la Iglesia en la sociedad, él vivió primero -en los años de su juventud- una heroica clandestinidad recorriendo kilómetros durante la noche para participar en la santa misa. Luego, ya como sacerdote, se caracterizó por una singular y fecunda creatividad pastoral, capaz de mostrar que el racionalismo, entonces dominante, en realidad no podía satisfacer las auténticas necesidades del hombre y, por lo tanto, en definitiva no se podía vivir.
Queridos hermanos y hermanas, a los 150 años de la muerte del santo cura de Ars, los desafíos de la sociedad actual no son menos arduos; al contrario, tal vez resultan todavía más complejos. Si entonces existía la "dictadura del racionalismo", en la época actual reina en muchos ambientes una especie de "dictadura del relativismo". Ambas parecen respuestas inadecuadas a la justa exigencia del hombre de usar plenamente su propia razón como elemento distintivo y constitutivo de la propia identidad. El racionalismo fue inadecuado porque no tuvo en cuenta las limitaciones humanas y pretendió poner la sola razón como medida de todas las cosas, transformándola en una diosa; el relativismo contemporáneo mortifica la razón, porque de hecho llega a afirmar que el ser humano no puede conocer nada con certeza más allá del campo científico positivo. Sin embargo, hoy, como entonces, el hombre "que mendiga significado y realización" busca continuamente respuestas exhaustivas a los interrogantes de fondo que no deja de plantearse.
Tenían muy presente esta "sed de verdad", que arde en el corazón de todo hombre, los padres del concilio ecuménico Vaticano ii cuando afirmaron que corresponde a los sacerdotes, "como educadores en la fe", formar "una auténtica comunidad cristiana" capaz de preparar "a todos los hombres el camino hacia Cristo" y ejercer "una auténtica maternidad" respecto a ellos, indicando o allanando a los no creyentes "el camino hacia Cristo y su Iglesia", y siendo para los fieles "estímulo, alimento y fortaleza para el combate espiritual" (cf.Presbyterorum ordinis, 6).
La enseñanza que al respecto sigue transmitiéndonos el santo cura de Ars es que en la raíz de ese compromiso pastoral el sacerdote debe poner una íntima unión personal con Cristo, que es preciso cultivar y acrecentar día tras día. Sólo enamorado de Cristo, el sacerdote podrá enseñar a todos esta unión, esta amistad íntima con el divino Maestro; podrá tocar el corazón de las personas y abrirlo al amor misericordioso del Señor. Sólo así, por tanto, podrá infundir entusiasmo y vitalidad espiritual a las comunidades que el Señor le confía.
Oremos para que, por intercesión de san Juan María Vianney, Dios conceda a su Iglesia el don de santos sacerdotes, y para que aumente en los fieles el deseo de sostener y colaborar con su ministerio. Encomendemos esta intención a María, a la que precisamente hoy invocamos como Virgen de las Nieves.

lunes, 19 de julio de 2010

San Lorenzo de Brindis, presbítero y doctor de la iglesia.

Nació el año 1559; ingresó en la Orden de Capuchinos, donde enseñó teología a sus hermanos de religión y ocupó varios cargos de responsabilidad. Predicó asidua y eficazmente en varios países de Europa; también escribió muchas obras de carácter doctrinal. Murió en Lisboa el año 1619. (Cfr Liturgia de las Horas).

Padre, me parece que nada me será difícil si puedo tener en la celda un crucifijo. Al parecer eso fue lo que le dijo al Provincial de los capuchinos cuando le hablaba de la dureza de la vida religiosa.
La predicación -decía en uno de sus sermones cuaresmales- nos ayuda a comprender la múltiple riqueza que encierra la palabra de Dios, ya que es como un tesoro en el que se hallan todos los bienes.

jueves, 1 de julio de 2010

Santa Isabel de Portugal

Madre de dos hijos y reina de Portugal a fines del siglo trece. Al morir su esposo distribuyó sus bienes entre los pobres e ingresó en la Orden Tercera de san Francisco. Su memoria perdura en la iglesia por su bondad, paciencia y fortaleza de ánimo en medio de las pruebas que tuvo que soportar. (Cfr. Libro de la Sede).

También el matrimonio y la familia están heridos por el pecado: violencia, celos, infidelidad, rencillas entre hermanos... Uno puede amargarse... o tomar esa Cruz y empeñarse en vencer el mal con abundancia de bien. Este fue el camino que eligió santa Isabel, esposa de Dionisio de Portugal.


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SANTO TOMÁS, APÓSTOL. Fiesta.

Una tradición sitúa su misión apostólica en Persia y en la India. Rubricó con la sangre la confesión de su fe en Jesús resucitado, Dios y Señor.
San Juan consigna algunas palabras de Santo Tomás. Vayamos también nosotros y muramos con él, dirá resueltamente, cuando los otros discípulos, indecisos, temen acompañar a Cristo en su viaje a Jerusalén. No sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?, dirá, también, cuando Jesús les anuncia su partida. Pero Tomás se ha hecho famoso por su incredulidad. Es símbolo del hombre en su lento caminar hacia la fe, resistiéndose a creer, a confiar. Y, sin embargo, nuestra fe se basa en el testimonio de los apóstoles; también del apóstol Tomás. (Cfr Libro de la Sede).

Se lo están diciendo todos: El Señor ha resucitado, lo hemos visto, hemos comido con él. Se lo están diciendo, llenos de alegría, los que estaban, como él, muy abatidos. Pero a Tomás no le convencen ni el testimonio ni la alegría de sus hermanos. Y pasa una semana pensando que todos se han vuelto locos, o que pretenden engañarlo.
A veces pesan, también sobre nosotros, muchos desengaños y decimos: ya no me engañan más. Nuestras experiencias más amargas pueden más que la esperanza y nos encerramos en ellas. Lo pasamos mal, claro, hasta que aceptamos el testimonio de la Iglesia que ni se engaña ni nos engaña cuando anuncia la alegría de la Resurrección y nos enseña el camino para encontrarnos con el Señor.

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Prosiguiendo nuestros encuentros con los doce Apóstoles elegidos directamente por Jesús, hoy dedicamos nuestra atención a Tomás. Siempre presente en las cuatro listas del Nuevo Testamento, es presentado en los tres primeros evangelios junto a Mateo (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15), mientras que en los Hechos de los Apóstoles aparece junto a Felipe (cf. Hch 1, 13). Su nombre deriva de una raíz hebrea, «ta'am», que significa «mellizo». De hecho, el evangelio de san Juan lo llama a veces con el apodo de «Dídimo» (cf. Jn 11, 16; 20, 24; 21, 2), que en griego quiere decir precisamente «mellizo». No se conoce el motivo de este apelativo.

El cuarto evangelio, sobre todo, nos ofrece algunos rasgos significativos de su personalidad. El primero es la exhortación que hizo a los demás apóstoles cuando Jesús, en un momento crítico de su vida, decidió ir a Betania para resucitar a Lázaro, acercándose así de manera peligrosa a Jerusalén (cf. Mc 10, 32). En esa ocasión Tomás dijo a sus condiscípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él» (Jn 11, 16). Esta determinación para seguir al Maestro es verdaderamente ejemplar y nos da una lección valiosa: revela la total disponibilidad a seguir a Jesús hasta identificar su propia suerte con la de él y querer compartir con él la prueba suprema de la muerte.

En efecto, lo más importante es no alejarse nunca de Jesús. Por otra parte, cuando los evangelios utilizan el verbo «seguir», quieren dar a entender que adonde se dirige él tiene que ir también su discípulo. De este modo, la vida cristiana se define como una vida con Jesucristo, una vida que hay que pasar juntamente con él. San Pablo escribe algo parecido cuando tranquiliza a los cristianos de Corinto con estas palabras: «En vida y muerte estáis unidos en mi corazón» (2 Co 7, 3).
Obviamente, la relación que existe entre el Apóstol y sus cristianos es la misma que tiene que existir entre los cristianos y Jesús: morir juntos, vivir juntos, estar en su corazón como él está en el nuestro.

Una segunda intervención de Tomás se registra en la última Cena. En aquella ocasión, Jesús, prediciendo su muerte inminente, anuncia que irá a preparar un lugar para los discípulos a fin de que también ellos estén donde él se encuentre; y especifica: «Y adonde yo voy sabéis el camino» (Jn 14, 4). Entonces Tomás interviene diciendo: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14, 5). En realidad, al decir esto se sitúa en un nivel de comprensión más bien bajo; pero esas palabras ofrecen a Jesús la ocasión para pronunciar la célebre definición: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).

Por tanto, es en primer lugar a Tomás a quien se hace esta revelación, pero vale para todos nosotros y para todos los tiempos. Cada vez que escuchamos o leemos estas palabras, podemos ponernos con el pensamiento junto a Tomás e imaginar que el Señor también habla con nosotros como habló con él. Al mismo tiempo, su pregunta también nos da el derecho, por decirlo así, de pedir aclaraciones a Jesús. Con frecuencia no lo comprendemos. Debemos tener el valor de decirle: no te entiendo, Señor, escúchame, ayúdame a comprender. De este modo, con esta sinceridad, que es el modo auténtico de orar, de hablar con Jesús, manifestamos nuestra escasa capacidad para comprender, pero al mismo tiempo asumimos la actitud de confianza de quien espera luz y fuerza de quien puede darlas.

Luego, es muy conocida, incluso es proverbial, la escena de la incredulidad de Tomás, que tuvo lugar ocho días después de la Pascua. En un primer momento, no había creído que Jesús se había aparecido en su ausencia, y había dicho: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré» (Jn 20, 25). En el fondo, estas palabras ponen de manifiesto la convicción de que a Jesús ya no se le debe reconocer por el rostro, sino más bien por las llagas. Tomás considera que los signos distintivos de la identidad de Jesús son ahora sobre todo las llagas, en las que se revela hasta qué punto nos ha amado. En esto el apóstol no se equivoca.

Como sabemos, ocho días después, Jesús vuelve a aparecerse a sus discípulos y en esta ocasión Tomás está presente. Y Jesús lo interpela: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Jn 20, 27). Tomás reacciona con la profesión de fe más espléndida del Nuevo Testamento: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). A este respecto, san Agustín comenta: Tomás «veía y tocaba al hombre, pero confesaba su fe en Dios, a quien ni veía ni tocaba. Pero lo que veía y tocaba lo llevaba a creer en lo que hasta entonces había dudado» (In Iohann. 121, 5). El evangelista prosigue con una última frase de Jesús dirigida a Tomás: «Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que crean sin haber  visto» (Jn 20, 29).

Esta frase puede ponerse también en presente: «Bienaventurados los que no ven y creen». En todo caso, Jesús enuncia aquí un principio fundamental para los cristianos que vendrán después de Tomás, es decir, para todos nosotros. Es interesante observar cómo otro Tomás, el gran teólogo medieval de Aquino, une esta bienaventuranza con otra referida por san Lucas que parece opuesta: «Bienaventurados los ojos que ven lo que veis» (Lc 10, 23). Pero el Aquinate comenta: «Tiene mucho más mérito quien cree sin ver que quien cree viendo» (In Johann. XX, lectio VI, § 2566).

En efecto, la carta a los Hebreos, recordando toda la serie de los antiguos patriarcas bíblicos, que creyeron en Dios sin ver el cumplimiento de sus promesas, define la fe como «garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11, 1). El caso del apóstol Tomás es importante para nosotros al menos por tres motivos: primero, porque nos conforta en nuestras inseguridades; en segundo lugar, porque nos demuestra que toda duda puede tener un final luminoso más allá de toda incertidumbre; y, por último, porque las palabras que le dirigió Jesús nos recuerdan el auténtico sentido de la fe madura y nos alientan a continuar, a pesar de las dificultades, por el camino de fidelidad a él.

El cuarto evangelio nos ha conservado una última referencia a Tomás, al presentarlo como testigo del Resucitado en el momento sucesivo de la pesca milagrosa en el lago de Tiberíades (cf. Jn 21, 2). En esa ocasión, es mencionado incluso inmediatamente después de Simón Pedro: signo evidente de la notable importancia de que gozaba en el ámbito de las primeras comunidades cristianas. De hecho, en su nombre fueron escritos después los Hechos y el Evangelio de Tomás, ambos apócrifos, pero en cualquier caso importantes para el estudio de los orígenes cristianos.

Recordemos, por último, que según una antigua tradición Tomás evangelizó primero Siria y Persia (así lo dice ya Orígenes, según refiere Eusebio de Cesarea, Hist. eccl. 3, 1), luego se dirigió hasta el oeste de la India (cf. Hechos de Tomás 1-2 y 17 ss), desde donde llegó también al sur de la India. Con esta perspectiva misionera terminamos nuestra reflexión, deseando que el ejemplo de Tomás confirme cada vez más nuestra fe en Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Dios.
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viernes, 11 de junio de 2010

EL INMACULADO CORAZÓN DE LA VIRGEN MARÍA, Memoria obligatoria

Misa de la memoria (blanco).
MISA L: ants. y oracs. props. (cf. final del mes de junio), Pf. I SMV «en la veneración»
LECC.: vol. IV (sólo 1 lect. y salmo), pág. 615.
- 1R 19,19-21. Eliseo se levantó y marchó tras Elías.
- Sal 15. R. Tú, Señor, eres el lote de mi heredad.
o bien: cf. vol. V, pág. 104.
el Evangelio: vol. V, pág. 104.
- Lc 2,41-51. Conservaba todo esto en su corazón.
Liturgia de las Horas: de la memoria.
 
Primera Lectura:



Isaías 61, 9-11



La estirpe de mi pueblo será célebre entre las naciones, y sus vástagos entre los pueblos.
Los que los vean reconocerán que son la estirpe que bendijo el Señor.
Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido con un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona, o novia que se adorna con sus joyas.
Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos.

 

Interleccional: 1Samuel 2, 1. 4-8



R. Mi corazón se regocija por el Seño, mi salvador.
1. Mi corazón se regocija por el señor, mi poder se exalta por Dios; mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con tu salvación.
2. Se rompen los arcos de tus valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor; los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan; la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía.
3. El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece. Él levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que herede un trono de gloria.

 

Evangelio:

Lucas 2,41-51



Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua.
Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedo en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres.
Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca.
A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas; todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.
Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre:
“Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.”
Él les contestó:
“¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?”
Pero ellos no comprendieron lo que quería decir.
Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad.
Su madre conservaba todo esto en su corazón.

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Al pie de la Cruz, Santa María recibió a los discípulos de Cristo como hijos. Hoy contemplamos su Corazón Inmaculado que nos llama a la conversión. Decía san Josemaría que a Jesús se va y se vuelve por María.




jueves, 10 de junio de 2010

SANTA MARGARITA MARÍA ALACOQUE, virgen, Memoria libre

Religiosa de la Visitación en Paray-le Monial (Francia) en el siglo XVII.
Dar a conocer a todos el amor de Dios, revelado en Jesucristo, y simbolizado en su Corazón, fue la razón de su vida.
(Monición de entrada del Libro de la Sede).
Oración colecta
Infunde, Señor, en nuestros corazones
el mismo espíritu con que enriqueciste
a Santa Margarita María de Alacoque,
para que lleguemos a un conocimiento profundo
del misterio incomparable del amor de Cristo
y alcancemos nuestra plenitud
según la plenitud total de Dios.
Por nuestro Señor Jesucristo.

EL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS, Solemnidad

Viernes posterior al segundo domingo después de Pentecostés.

Solemnidad del Sacratísimo Corazón de Jesús, que, siendo manso y humilde de corazón, exaltado en la cruz fue hecho fuente de vida y amor, del que se sacian todos los hombres (elog. del Martirologio Romano).
Misa de la Solemnidad (blanco).
- Hoy no se permiten las Misas de difuntos, excepto la exequial.
MISA L: ants. y oracs. props., Gl., Cr., Pf. props. No se puede decir la PE IV.
LECC.: vol. III, págs. 175

- Ez 34,11-16. Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear

- Sal 22. R. El Señor es mi pastor, nada me falta

- Rm 5,5b-11. La prueba de que Dios nos ama

- Lc 15,3-7. ¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido.
Liturgia de las Horas: oficio de la Solemnidad. Te Deum. Comp. Dom. II.
Primera Lectura

Ezequiel 34, 11-16

Así dice el Señor Dios: “Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro.

Como sigue el pastor el rastro de su rebaño, cuando las ovejas se le dispersan,

así seguiré yo el rastro de mis ovejas y las libraré,

sacándolas de todos los lugares por donde se desperdigaron un día de oscuridad y nubarrones.

Las sacaré de entre los pueblos, las congregaré de los países,

las traeré a su tierra, las apacentaré en los montes de Israel, en las cañadas y en los poblados del país.

Las apacentaré en ricos pastizales, tendrán sus dehesas en los montes más altos de Israel;

se recostarán en fértiles dehesas y pastarán pastos jugosos en los montes de Israel.

Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear -oráculo del Señor Dios.

Buscaré las ovejas perdidas, recogeré a las descarriadas;

vendaré a las heridas; curaré a las enfermas;

a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido.”

Salmo Responsorial: 22
R. El Señor es mi pastor, nada me falta.


1. El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas.

2. Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan.

3. Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.

4. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término.


Segunda Lectura:

Romanos 5, 5b-11

Hermanos: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.

En efecto, cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos del castigo!

Si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos, salvos por su vida!

Y no sólo eso, sino que también nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación.


Evangelio:

Lucas 15, 3-7
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos y escribas esta parábola: “Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: “¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido.”

Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.”

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Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío.
Esta es una fiesta para la confianza de los pequeños, de los humildes, de los que -como ahora se dice- tienen una baja autoestima y no se atreven a andar pisando fuerte. A todos ellos les muestra Jesús su Corazón para que puedan decir: Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío.
Puede ser también una fiesta para los que nos creemos grandes, para los soberbios, para los que tenemos la autoestima por las nubes y vamos por el mundo muy seguros de nosotros mismos. También a nosotros nos muestra Jesús su Corazón. Será una gran fiesta para nosotros si aprendemos a decir: Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío.