Orar es ir al encuentro del Señor, ante todo, para escuchar. Y no para escuchar de cualquier manera sino con una disposición interior de docilidad, de obediencia. Orar es escuchar la palabra de Dios para ponerla en práctica.
Moisés subió al Sinaí y allí recibió del Dios Misericordioso las Tablas de la Ley. Él mismo quedó transformado, casi transfigurado, después de su encuentro con el Señor. Elías recibió su misión en el Horeb. Allí le habló Dios en una brisa suave.
Pedro, Santiago y Juan subieron al encuentro del Señor en el Monte de la Transfiguración -el Tabor, según la Tradición-. Debió ser un largo rato de oración, quizá un día entero porque estaban rendidos de sueño cuando vieron la gloria de Jesús. Entonces se sintieron bien, tanto que querían quedarse allí y estaban dispuestos a hacer tiendas para Jesús, para Moisés y para Elías. No sabían lo que decían. Era un bien-estar algo fuera de sí mismos. También sintieron temor al oír la voz de Dios.
Fatiga, bienestar, temor... Todo esto puede sentirse sucesivamente en la oración. La perseverancia fatiga. Cuando es Dios qien habla -y no la propia imaginación- no es raro que el hombre sienta temor y paz, como los Apóstoles, y que no sepa lo que dice.
Lo que oyeron Pedro, Santiago y Juan fue Este es mi Hijo amado: escuchadle. Vieron la gloria de Jesús y recibieron la misión de escucharle. El mismo Dios los preparaba así para otras luchas, para los momentos difíciles de la Cruz.
Todos necesitamos perseverar en la oración -aunque canse-. Solamente así podemos abrazar la Cruz y ser testigos de la Resurrección de Cristo.
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