Un niño travieso y polaco le hace exclamar a su madre: ¡Hijo mío! ¿Qué va ser de ti?
Poco después el niño parece cambiado. Su madre se preocupa y le pregunta qué le pasa. Y el niño cuenta, entre lágrimas, que se ha puesto de rodillas ante el altar de la Virgen y que la Virgen le ha hablado. Le ha mostrado dos coronas -una roja y otra blanca- y le ha preguntado que cuál de las dos quiere. Y él ha dicho que las dos. Y La Señora le ha dicho que tendrá las dos.
Años después ese niño es un franciscano enamorado de la Virgen y Polonia es un país ocupado por los nazis que deciden cerrar su convento. Maximiliano se despide de sus frailes como una madre puede despedirse de los niños que se van al colegio diciéndoles que no se olviden del bocadillo. Él les dice: no olvidéis el amor.
Esas palabras dicen todo lo que ha pasado con una civilización que no ha conocido el amor, o lo ha olvidado. Los campos de concentración y todo lo demás -la guerra, la persecución religiosa, el exterminio de judíos, gitanos, homosexuales, enfermos...- se viste de Ciencia y de Derecho. No son cosas de bárbaros sino de personas civilizadas y cultas. No son cosas de la Edad Media sino cosas ocurridas en la civilizadísma Europa del siglo XX. No son las consecuencias de un momento de obcecación o de locura, son cosas programadas fríamente por magistrados, políticos, filósofos, científicos... por profesionales.
Maximiliano Kolbe acaba en Auschwitz. Allí a cualquier falta leve se le aplica un castigo ejemplar. Si no aparece el culpable se elige a varios prisioneros al azar para ejecutarlos.
Las autoridades del campo de concentración reúnen a los presos y empieza el sorteo. Maximiliano oye las súplicas de uno de los condenados que dice: soy padre de familia, tengo hijos... Sale de entre las filas de sus compañeros y se ofrece a ocupar el puesto del condenado. Y sabe lo que le espera. El castigo consiste en meter a los condenados en unas celdas donde los dejarán morir de hambre y de sed para que se olviden del amor si alguna vez pensaron que tal cosa era posible entre los hombres.
Años después Juan Pablo II canonizó a San Maximiliano María Kolbe como mártir, como testigo del amor.
Su madre de la tierra le preguntaba angustiada: ¿Que va a ser de ti?
Santa María le dio las dos coronas.
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