Hipólito era un sacerdote romano, discípulo de San Ireneo, que llevaba años peleando con los herejes y con los Papas. A los herejes les reprochaba, con razón, sus herejías y a los Papas, sin razón, su blandura con los penitentes. Fueran cuales fueran sus razones el caso es que cometió uno de los pecados más graves que puede cometer un sacerdote: cometió un cisma. No quiso reconocer al Papa san Calixto; cuando este murió no quiso reconocer a su sucesor, San Urbano y, cuando murió san Urbano y fue elegido san Ponciano (230), tampoco se sometió a su autoridad. El sacerdote debe unir unido a su obispo. Si está peleado con su obispo y siembra divisiones, atenta contra la unidad de la Iglesia y eso nunca está bien. Por eso cuando el demonio encuentra a un sacerdote que es listo y rebelde se alegra mucho.
El emperador Maximino el Tracio -que, por lo visto, medía casi tres metros- decidió acabar con la Cabeza de la Iglesia de Roma. Cuando le informaron de que la Iglesia romana estaba dividida entre los cristianos fieles al Papa y los seguirdores de Hipólito decidió mandarlos a ambos a Cerdeña. Allí Hipólito se recocilió con Ponciano. Para que la Iglesia de Roma no quedase sin pastor, Ponciano renunció al pontificado. Fue elegido Antero. Así, la reconciliación de san Hipólito y san Ponciano, unidos en el destierro y en martirio, tuvo como fruto el fin de un cisma.