Juan María Vianney nació tres años antes de la Revolucion Francesa - el 8 de mayo de 1786-. Su infancia y su adolescencia transcurrieron en un ambiente campesino de pobreza y piedad. Allí prendió su vocación sacerdotal. Alguna vez le confió a su madre: "Si fuera sacerdote, querría conquistar muchas almas".
No eran tiempos fáciles para la Iglesia en Francia. Los sacerdotes que se habían negado a jurar los principios revolucionarios estaban proscritos y celebraban la Misa a escondidas. Para asistir a esas celebraciones el joven Vianney, como todos los cristianos fieles, tenía que salir de su casa y de su pueblo por la noche y recorrer largas distancias.
A los 17 años Juan María era analfabeto. Algunos sacerdotes supieron ver detrás de su incultura un espíritu recio y hondo y le ayudaron a estudiar. Pero entonces llegó la guerra. Napoleón reclutaba soldados para invadir España. Vianney fue llamado a filas. Entró a rezar en la iglesia mientras sus compañeros partían para el frente y, cuando se presentó a la oficina de reclutamiento estuvieron a punto de declararlo desertor. Confiando en su palabra lo dejaron partir solo en busca de los demás reclutas pero se perdió y acabó en un bosque donde se refugiaban algunos prófugos.
Que llegara a ser sacerdote en esas circunstancias fue un milagro. Tenía veintinueve años cuando fue ordenado como diácono y treinta cuando, por fin, recibió la ordenación sacerdotal. No había sido una carrera brillante ni fácil. No hubo premios ni honores ni aplausos sino horas de estudio, fracasos, perseverancia, humillaciones y lágrimas. Solamente alguien que desea con toda su alma llegar al sacerdocio puede perseverar así. Y ser sacerdote no era, precisamente, un honor en aquella Francia que consideraba la religión como un obstáculo para el progreso. Pero Juan María tenía ese deseo de conquistar almas y entendía el sacerdocio como un regalo precioso: solo se comprenderá la grandeza del sacerdocio en el cielo -decía-. Si el sacerdote se comprendiera moriría de amor.
Había entendido que ser sacerdote es ser otro Cristo y no buscaba sino identificarse con Él orando ante el sagrario y dedicando muchas horas a atender a los penitentes en el confesonario. Así, como a otro Cristo, lo vieron quienes lo conocieron. No eran sus cualidades humanas las que atraían a las personas sino esa perfecta identificación con Cristo a quien amaba.
Un sacerdote de Cristo no puede desear otra cosa que conquistar almas para Cristo. Por eso, si no somos santos, nos queda muy grande el sacerdocio. También por eso debemos pedir a todos que recen por nosotros para que seamos santos; para que quien nos vea, vea a otro Cristo.
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