viernes, 1 de mayo de 2015

2 de mayo: San Atanasio, obispo y doctor



Nació -probablemente en Alejandría- hacia el año 295 y llegó a ser secretario del obispo de aquella sede, san Alejandro. Por entonces un presbítero de Alejandría -Arrio (256-336)- empezó a predicar que el Verbo no era Dios sino una criatura. El arrianismo se extendió rápidamente comprometiendo la unidad de la Iglesia hasta el punto de que el emperador Constantino convocó el primer concilio ecuménico que se reunió en Nicea el año 325.

Atanasio asistió al concilio acompañando a su obispo. Los Padres de Nicea proclamaron en el Símbolo de la Fe que el Hijo Unigénito es consubstancial con el Padre.

Tres años después murió Alejandro y Atanasio ocupó la sede de Constantinopla. El arrianismo, a pesar de la condena del concilio, cobró fuerza gracias al apoyo del emperador que lo consideraba como una doctrina más fácil de asimilar. Atanasio tuvo que luchar durante toda su vida por defender la divinidad de Jesucristo contra los arrianos y por cinco veces fue expulsado de Alejandría.

Durante su destierro encontró refugio entre los ermitaños reunidos en torno a San Antonio (251-356). Tras la muerte del santo Abad, Atanasio escribió la más famosa de sus obras: Vida de san Antonio.

Murió el dos de mayo del 373, cuarenta y cinco años después de su consagración episcopal.

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En la Cátedra de San Pedro (1666) de Bernini aparece como doctor de la Iglesia.

Catequesis de Benedicto XVI.

Catequesis de Juan Antonio Torres.

Catecismo de la Iglesia Católica 460: "Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios" (San Atanasio de Alejandría, De Incarnatione, 54, 3: PG 25, 192B).

jueves, 5 de julio de 2012

Santa María Goretti.

Tenía once años cuando -el 29 de mayo de 1902- hizo su primera Comunión. Treinta y ocho días después, el 6 de junio, un joven vecino entró en su casa con la intención de abusar de ella y, ante la resistencia de la niña, la apuñaló. María murió a las tres de la tarde tras una larga y dolorosa agonía.
Alessandro, el asesino, fue condenado a treinta años de trabajos forzados. Su víctima lo había perdonado pero él no mostró ningún arrepentimiento hasta que, en sueños, vio a María en la gloria del Cielo. Después de cumplir su condena pidió perdón a la madre de María, testificó en el proceso de beatificación y acabó sus días como lego en un convento de capuchinos. 
La pureza es la ley de la gracia que se manifiesta en la carne obediente y la hace fuerte. No es esa inocencia o ingenuidad de los niños que nos hace sonreír y nos inspira ternura. La pureza es virtud y es sabiduría: conocimiento de lo que de verdad tiene valor y energía para buscarlo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas de nuestro ser.

miércoles, 4 de julio de 2012

Santa Isabel de Hungría


BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 20 de octubre de 2010


Hoy quiero hablaros de una de las mujeres del Medievo que ha suscitado mayor admiración; se trata de santa Isabel de Hungría, también llamada Isabel de Turingia.

Nació en 1207; los historiadores discuten sobre el lugar. Su padre era Andrés II, rico y poderoso rey de Hungría, el cual, para reforzar los vínculos políticos, se había casado con la condesa alemana Gertrudis de Andechs-Merano, hermana de santa Eduvigis, la cual era esposa del duque de Silesia. Isabel vivió en la corte húngara sólo los primeros cuatro años de su infancia, junto a una hermana y tres hermanos. Le gustaban los juegos, la música y la danza; rezaba con fidelidad sus oraciones y ya mostraba una atención especial por los pobres, a quienes ayudaba con una buena palabra o con un gesto afectuoso.

Su niñez feliz se interrumpió bruscamente cuando, de la lejana Turingia, llegaron unos caballeros para llevarla a su nueva sede en Alemania central. En efecto, según las costumbres de aquel tiempo, su padre había decidido que Isabel se convirtiera en princesa de Turingia. El landgrave o conde de aquella región era uno de los soberanos más ricos e influyentes de Europa a comienzos del siglo XIII, y su castillo era centro de magnificencia y de cultura. Pero detrás de las fiestas y de la aparente gloria se escondían las ambiciones de los príncipes feudales, con frecuencia en guerra entre sí y en conflicto con las autoridades reales e imperiales. En este contexto, el landgrave Hermann acogió de muy buen grado el noviazgo entre su hijo Luis y la princesa húngara. Isabel dejó su patria con una rica dote y un gran séquito, incluidas sus doncellas personales, dos de las cuales fueron amigas fieles hasta el final. Son ellas quienes nos han dejado valiosas informaciones sobre la infancia y la vida de la santa.

Tras un largo viaje llegaron a Eisenach, para subir después a la fortaleza de Wartburg, el recio castillo que domina la ciudad. Allí se celebró el compromiso entre Luis e Isabel. En los años sucesivos, mientras Luis aprendía el oficio de caballero, Isabel y sus compañeras estudiaban alemán, francés, latín, música, literatura y bordado. Pese a que el noviazgo se había decidido por motivos políticos, entre los dos jóvenes nació un amor sincero, animado por la fe y el deseo de hacer la voluntad de Dios. A la edad de 18 años, Luis, después de la muerte de su padre, comenzó a reinar en Turingia. Pero Isabel se convirtió en objeto de solapadas críticas, porque su modo de comportarse no correspondía a la vida de corte. Así, incluso la celebración del matrimonio no fue suntuosa y el dinero de los costes del banquete se dio en parte a los pobres. En su profunda sensibilidad, Isabel veía las contradicciones entre la fe profesada y la práctica cristiana. No soportaba componendas. Una vez, entrando en la iglesia en la fiesta de la Asunción, se quitó la corona, la puso ante la cruz y permaneció postrada en el suelo con el rostro cubierto. Cuando su suegra la reprendió por ese gesto, ella respondió: «¿Cómo puedo yo, criatura miserable, seguir llevando una corona de dignidad terrena, cuando veo a mi Rey Jesucristo coronado de espinas?». Se comportaba con sus súbditos del mismo modo que se comportaba delante de Dios. En las Declaraciones de las cuatro doncellas encontramos este testimonio: «No consumía alimentos si antes no estaba segura de que provenían de las propiedades y de los legítimos bienes de su marido. En cambio, se abstenía de los bienes conseguidos ilícitamente, y se preocupaba incluso por indemnizar a aquellos que habían sufrido violencia» (nn. 25 y 37). Un verdadero ejemplo para todos aquellos que ocupan cargos de mando: el ejercicio de la autoridad, a todos los niveles, debe vivirse como un servicio a la justicia y a la caridad, en la búsqueda constante del bien común.

Isabel practicaba asiduamente las obras de misericordia: daba de beber y de comer a quien llamaba a su puerta, proporcionaba vestidos, pagaba las deudas, se hacía cargo de los enfermos y enterraba a los muertos. Bajando de su castillo, a menudo iba con sus doncellas a las casas de los pobres, les llevaba pan, carne, harina y otros alimentos. Entregaba los alimentos personalmente y controlaba con atención los vestidos y las camas de los pobres. Cuando refirieron este comportamiento a su marido, este no sólo no se disgustó, sino que respondió a los acusadores: «Mientras no me venda el castillo, me alegro». En este contexto se sitúa el milagro del pan transformado en rosas: mientras Isabel iba por la calle con su delantal lleno de pan para los pobres, se encontró con su marido que le preguntó qué llevaba. Ella abrió el delantal y, en lugar de pan, aparecieron magníficas rosas. Este símbolo de caridad está presente muchas veces en las representaciones de santa Isabel.

Su matrimonio fue profundamente feliz: Isabel ayudaba a su esposo a elevar sus cualidades humanas a nivel sobrenatural, y él, en cambio, protegía a su mujer en su generosidad hacia los pobres y en sus prácticas religiosas. Cada vez más admirado de la gran fe de su esposa, Luis, refiriéndose a su atención por los pobres, le dijo: «Querida Isabel, es a Cristo a quien has lavado, alimentado y cuidado». Un testimonio claro de cómo la fe y el amor a Dios y al prójimo refuerzan la vida familiar y hacen todavía más profunda la unión matrimonial.

La joven pareja encontró apoyo espiritual en los Frailes Menores, que, desde 1222, se difundieron en Turingia. Entre ellos Isabel eligió a fray Rogelio (Rüdiger) como director espiritual. Cuando este le contó la historia de la conversión del joven y rico comerciante Francisco de Asís, Isabel se entusiasmó todavía más en su camino de vida cristiana. Desde aquel momento, siguió con más decisión aún a Cristo pobre y crucificado, presente en los pobres. Incluso cuando nació su primer hijo, al que siguieron después otros dos, nuestra santa no abandonó nunca sus obras de caridad. Además ayudó a los Frailes Menores a construir un convento en Halberstadt, del cual fray Rogelio se convirtió en superior. La dirección espiritual de Isabel pasó, así, a Conrado de Marburgo.

Una dura prueba fue el adiós a su marido, a finales de junio de 1227 cuando Luis IV se unió a la cruzada del emperador Federico II, recordando a su esposa que se trataba de una tradición para los soberanos de Turingia. Isabel respondió: «No te retendré. He entregado toda mi persona a Dios y ahora también tengo que darte a ti». Sin embargo, la fiebre diezmó las tropas y Luis cayó enfermo y murió en Otranto, antes de embarcarse, en septiembre de 1227, a la edad de veintisiete años. Isabel, al conocer la noticia, se afligió tanto que se retiró a la soledad, pero después, fortalecida por la oración y consolada por la esperanza de volver a verlo en el cielo, comenzó a interesarse de nuevo por los asuntos del reino. Pero la esperaba otra prueba: su cuñado usurpó el gobierno de Turingia, declarándose auténtico heredero de Luis y acusando a Isabel de ser una mujer devota incompetente para gobernar. La joven viuda, junto con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg y buscó un lugar donde refugiarse. Sólo dos de sus doncellas permanecieron a su lado, la acompañaron y confiaron a los tres hijos a los cuidados de los amigos de Luis. Peregrinando por las aldeas, Isabel trabajaba donde recibía acogida, asistía a los enfermos, hilaba y cosía. Durante este calvario, soportado con gran fe, con paciencia y entrega a Dios, algunos parientes, que le seguían siendo fieles y consideraban ilegítimo el gobierno de su cuñado, rehabilitaron su nombre. Así Isabel, a principios de 1228, pudo recibir una renta apropiada para retirarse en el castillo de la familia en Marburgo, donde vivía también su director espiritual Conrado. Fue él quien refirió al Papa Gregorio IX el siguiente hecho: «El viernes santo de 1228, poniendo las manos sobre el altar de la capilla de su ciudad, Eisenach, donde había acogido a los Frailes Menores, en presencia de algunos frailes y familiares, Isabel renunció a su propia voluntad y a todas las vanidades del mundo. Quería renunciar también a todas las posesiones, pero yo la disuadí por amor de los pobres. Poco después construyó un hospital, recogió a enfermos e inválidos y sirvió en su propia mesa a los más miserables y desamparados. Al reprenderla yo por estas cosas, Isabel respondió que de los pobres recibía una gracia especial y humildad» (Epistula magistri Conradi, 14-17).

Podemos descubrir en esta afirmación una cierta experiencia mística parecida a la que vivió san Francisco: en efecto, el Poverello de Asís declaró en su testamento que, sirviendo a los leprosos, lo que antes le resultaba amargo se transformó en dulzura del alma y del cuerpo (Testamentum, 1-3). Isabel pasó los últimos tres años de su vida en el hospital que ella misma había fundado, sirviendo a los enfermos, velando por los moribundos. Siempre trataba de realizar los servicios más humildes y los trabajos repugnantes. Se convirtió en lo que podríamos llamar una mujer consagrada en medio del mundo (soror in saeculo) y formó, con algunas de sus amigas, vestidas con hábitos grises, una comunidad religiosa. No es casualidad que sea patrona de la Tercera Orden Regular de San Francisco y de la Orden Franciscana Secular.

En noviembre de 1231 la atacaron fuertes fiebres. Cuando la noticia de su enfermedad se propagó, muchísima gente acudió a verla. Unos diez días después, pidió que se cerraran las puertas, para quedarse sola con Dios. En la noche del 17 de noviembre se durmió dulcemente en el Señor. Los testimonios de su santidad fueron tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde, el Papa Gregorio IX la proclamó santa y, el mismo año, fue consagrada la hermosa iglesia construida en su honor en Marburgo.

jueves, 22 de marzo de 2012

San Pedro Canisio, doctor.

Como es sabido en el siglo XVI fue lo de Lutero. Media Europa se hizo protestante porque le parecía -con razón- que había motivos para protestar contra un montón de cosas. San Ignacio de Loyola fundó la Compañía de Jesús y la Iglesia convocó un Concilio en Trento. San Pedro Canisio entró en la Compañía de Jesús y asistió como teólogo al Concilio de Trento. 
El amable san Ignacio pensó que Canisio podía hacer un buen apostolado en Alemania por varias razones: porque era humilde, porque era sabio, porque era amigo de Jesús, porque andaba en su Compañía, porque era amable, etc.
Lo de la amabilidad tenía su importancia en un tiempo en el que los protestantes y los católicos andaban -literalmente- a palos. Canisio tomó la mejor arma de Lutero -el catecismo protestante- y compuso tres catecismos católicos: uno para universitarios, otro para escolares y otro para ignorantes. El que más éxito tuvo entre los universitarios fue el último a juzgar por las palabras de Benedicto XVI
Solo en el tiempo de su vida se hicieron doscientas ediciones de este Catecismo. Y hasta el siglo XX se sucedieron centenares de ediciones. Así, en Alemania, incluso en la generación de mi padre, la gente llama al Catecismo simplemente el Canisio. Fue realmente el catequista de Alemania, ha formado la fe de la gente durante siglos.
La amabilidad de Canisio no era una estrategia o una cosa genética sino un don y, concretamente, un vestido con tres partes que le impuso el mismo Cristo:
Un vestido con tres partes que se llaman paz, amor y perseverancia. Y con ese vestido compuesto de paz, amor y perseverancia, Canisio llevó a cabo su obra de renovación del catolicismo.
 No hay mejor sastre que Dios. Se luce en los lirios pero, sobre todo, se luce en los santos.

San Canisio, ruega por nosotros. Amable san José, ruega por nosotros.

jueves, 9 de febrero de 2012

30 de mayo: Santa Juana de Arco

Juana de Arco no sabía leer ni escribir, pero podemos conocer profundamente su alma gracias a dos fuentes de valor histórico excepcional: los dos Procesos contra ella. El primero, el Proceso de condena (PCon), contiene la transcripción de los largos y numerosos interrogatorios a Juana durante los últimos meses de su vida (febrero-mayo de 1431), y refiere literalmente las palabras de la santa. El segundo, el Proceso de nulidad de la condena, o de «rehabilitación» (PNul), contiene las declaraciones de cerca de 120 testigos oculares de todos los períodos de su vida (cf. Procès de Condamnation de Jeanne d'Arc, 3 vol. y Procès en Nullité de la Condamnation de Jeanne d'Arc, 5 vol., ed. Klincksieck, París 1960-1989).
Infancia 1414-1427
Juana nació en una familia de campesinos de Domremy, donde se educó en una vida de profunda piedad. Tenía un año cuando el Antipapa Juan XXIII fue depuesto y el Papa Gregorio XII abdicó para facilitar la solución del Cisma de Occidente. En 1517 también fue depuesto el Antipapa Benedicto XIII y Martín V fue reconocido por todos.
La voz de San Miguel Arcángel
A los 13 años hizo voto de virginidad como respuesta a la llamada de Dios. La voz del arcángel san Miguel la acompañó y guió durante unos años en los que se preparó interiormente para la acción política a la que se sabía llamada.
1429 liberación de Orleáns.
Con solo 17 años consiguió entrevistarse con el Delfín de Francia y dictó una carta al rey de Inglaterra para que cese el asedio de Orleáns y se retire del país. Ante la negativa del rey de Inglaterra, Juana se une a las tropas que liberan Orleáns.
1430 prisionera
Pero en mayo de 1430 fue apresada y conducida a Rouen.
Febrero-mayo de 1431: proceso
Condenada a la hoguera apeló al Papa pero el tribunal desestimó el recurso.
El tribunal rechaza, el 24 de mayo, la apelación de Juana al juicio del Papa. La mañana del 30 de mayo, recibe por última vez la santa Comunión en la cárcel e inmediatamente la llevan al suplicio en la plaza del antiguo mercado. Pide a uno de los sacerdotes que sostenga delante de la hoguera una cruz de procesión. Así muere mirando a Jesús crucificado y pronunciando varias veces y en voz alta el Nombre de Jesús (PNul, I, p. 457; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 435). Cerca de 25 años más tarde, el Proceso de nulidad, iniciado bajo la autoridad del Papa Calixto III, se concluye con una solemne sentencia que declara nula la condena (7 de julio de 1456; PNul, II, pp. 604-610). Este largo proceso, que recogió las declaraciones de los testigos y los juicios de muchos teólogos, todos favorables a Juana, pone de relieve su inocencia y la perfecta fidelidad a la Iglesia. Más tarde, en 1920, Juana de Arco fue canonizada por Benedicto XV.

Queridos hermanos y hermanas, el Nombre de Jesús, invocado por nuestra santa hasta los últimos instantes de su vida terrena, era como el continuo respiro de su alma, como el latido de su corazón, el centro de toda su vida. El «Misterio de la caridad de Juana de Arco», que tanto fascinó al poeta Charles Péguy, es este amor total a Jesús, y al prójimo en Jesús y por Jesús. Esta santa había comprendido que el amor abraza toda la realidad de Dios y del hombre, del cielo y de la tierra, de la Iglesia y del mundo. Jesús siempre ocupa el primer lugar en su vida, según su hermosa expresión: «Nuestro Señor debe ser el primer servido» (PCon, I, p. 288; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 223). Amarlo significa obedecer siempre a su voluntad. Ella afirma con total confianza y abandono: «Me encomiendo a Dios mi Creador, lo amo con todo mi corazón» (ib., p. 337). Con el voto de virginidad, Juana consagra de modo exclusivo toda su persona al único Amor de Jesús: es «su promesa hecha a nuestro Señor de custodiar bien su virginidad de cuerpo y de alma» (ib., pp. 149-150). La virginidad del alma es el estado de gracia, valor supremo, para ella más precioso que la vida: es un don de Dios que se ha de recibir y custodiar con humildad y confianza. Uno de los textos más conocidos del primer Proceso se refiere precisamente a esto: «Interrogada si sabía que estaba en gracia de Dios, responde: si no lo estoy, que Dios me quiera poner en ella; si lo estoy, que Dios me quiera conservar en ella» (ib., p. 62; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2005).

Nuestra santa vive la oración en la forma de un diálogo continuo con el Señor, que ilumina también su diálogo con los jueces y le da paz y seguridad. Ella pide con confianza: «Dulcísimo Dios, en honor de vuestra santa Pasión, os pido, si me amáis, que me reveléis cómo debo responder a estos hombres de Iglesia» (ib., p. 252). Juana contempla a Jesús como el «rey del cielo y de la tierra». Así, en su estandarte, Juana hizo pintar la imagen de «Nuestro Señor que sostiene el mundo» (ib., p. 172): icono de su misión política. La liberación de su pueblo es una obra de justicia humana, que Juana lleva a cabo en la caridad, por amor a Jesús. El suyo es un hermoso ejemplo de santidad para los laicos comprometidos en la vida política, sobre todo en las situaciones más difíciles. La fe es la luz que guía toda elección, como testimoniará, un siglo más tarde, otro gran santo, el inglés Tomás Moro. En Jesús Juana contempla también toda la realidad de la Iglesia, tanto la «Iglesia triunfante» del cielo, como la «Iglesia militante» de la tierra. Según sus palabras: «De Nuestro Señor y de la Iglesia, me parece que es todo uno» (ib., p. 166). Esta afirmación, citada en el Catecismo de la Iglesia católica (n. 795), tiene un carácter realmente heroico en el contexto del Proceso de condena, frente a sus jueces, hombres de Iglesia, que la persiguieron y la condenaron. En el amor a Jesús Juana encuentra la fuerza para amar a la Iglesia hasta el final, incluso en el momento de la condena.

Me complace recordar que santa Juana de Arco tuvo una profunda influencia sobre una joven santa de la época moderna: Teresa del Niño Jesús. En una vida completamente distinta, transcurrida en clausura, la carmelita de Lisieux se sentía muy cercana a Juana, viviendo en el corazón de la Iglesia y participando en los sufrimientos de Cristo por la salvación del mundo. La Iglesia las ha reunido como patronas de Francia, después de la Virgen María. Santa Teresa había expresado su deseo de morir como Juana, pronunciando el Nombre de Jesús (Manuscrito B, 3r), y la animaba el mismo gran amor a Jesús y al prójimo, vivido en la virginidad consagrada.
Benedicto XV canonizó a Juana de Arco en 1920. Mark Twain le había dedicado una memorable novela en 1896 y Benedicto XVI le dedicó una catequesis el 26 de enero de 2011.

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miércoles, 29 de septiembre de 2010

San Jerónimo

Tenía, al parecer, San Jerónimo, un genio malo; pero no era de los que descargan su mal genio contra cualquiera que les lleve la contraria. Sobre todo le irritaban sus propios pecados y los excesos de los ricos. Se podría decir que en eso no era condescendiente.
Para librarse de todo eso -de su mal genio, de sus pecados y de los excesos de los ricos- se bautizó y se fue al desierto.
¿Qué se puede hacer en el desierto de Calcis, al sur de Alepo? Si uno sabe griego, puede perfeccionarlo allí. También puede estudiar hebreo.
Eso hizo san Jerónimo en el desierto de Calcis, al sur de Alepo. Fueron diez años de soledad, de estudio y de oración. Y entonces se fue a Roma y trabajó como secretario del Papa san Dámaso durante tres años, hasta la muerte del Papa el año 385. Fue san Dámaso quien le encargó la nueva traducción latina de la Biblia que se conocería como Vulgata.
Al año siguiente (386) se fue a Belén. Tenía unos cuarenta años y pasó allí el resto de su vida, hasta los setenta años.
¿Qué hizo allí? Pues cumplir el encargo del Papa. Puede decirse que dedicó lo mejor de su vida a cumplir con un encargo del Papa san Dámaso y que, haciendo eso, se reveló lo mejor de su genio.
Estaba enamorado de la Sagrada Escritura porque estaba enamorado de Cristo a quien encontraba en la Sagrada Escritura. Y contagió su locura a otros. Les decía: Tratemos de aprender en la tierra las verdades cuya consistencia permanecerá también en el Cielo.

30 de septiembre: San Jerónimo

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 7 de noviembre de 2007


San Jerónimo (1)

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy centraremos nuestra atención en san Jerónimo, un Padre de la Iglesia que puso la Biblia en el centro de su vida: la tradujo al latín, la comentó en sus obras, y sobre todo se esforzó por vivirla concretamente en su larga existencia terrena, a pesar del conocido carácter difícil y fogoso que le dio la naturaleza.
San Jerónimo nació en Estridón en torno al año 347, en una familia cristiana, que le dio una esmerada formación, enviándolo incluso a Roma para que perfeccionara sus estudios. Siendo joven sintió el atractivo de la vida mundana (cf. Ep 22, 7), pero prevaleció en él el deseo y el interés por la religión cristiana. Tras recibir el bautismo, hacia el año 366, se orientó hacia la vida ascética y, al trasladarse a Aquileya, se integró en un grupo de cristianos fervorosos, definido por él casi "un coro de bienaventurados" (Chron. ad ann. 374) reunido en torno al obispo Valeriano.

Después partió para Oriente y vivió como eremita en el desierto de Calcis, al sur de Alepo (cf. Ep 14, 10), dedicándose seriamente a los estudios. Perfeccionó su conocimiento del griego, comenzó el estudio del hebreo (cf. Ep 125, 12), trascribió códices y obras patrísticas (cf. Ep 5, 2). La meditación, la soledad, el contacto con la palabra de Dios hicieron madurar su sensibilidad cristiana.

Sintió de una manera más aguda el peso de su pasado juvenil (cf. Ep 22, 7), y experimentó profundamente el contraste entre la mentalidad pagana y la vida cristiana: un contraste que se hizo famoso a causa de la dramática e intensa "visión" que nos narró. En ella le pareció que era flagelado en presencia de Dios, por ser "ciceroniano y no cristiano" (cf. Ep 22, 30).

En el año 382 se trasladó a Roma. Aquí el Papa san Dámaso, conociendo su fama de asceta y su competencia de estudioso, lo tomó como secretario y consejero; lo alentó a emprender una nueva traducción latina de los textos bíblicos por motivos pastorales y culturales.

Algunas personas de la aristocracia romana, sobre todo mujeres nobles como Paula, Marcela, Asela, Lea y otras, que deseaban comprometerse en el camino de la perfección cristiana y profundizar en su conocimiento de la palabra de Dios, lo escogieron como su guía espiritual y maestro en el método de leer los textos sagrados. Estas mujeres nobles también aprendieron griego y hebreo.

Después de la muerte del Papa san Dámaso, en el año 385 san Jerónimo dejó Roma y emprendió una peregrinación, primero a Tierra Santa, testigo silenciosa de la vida terrena de Cristo, y después a Egipto, tierra elegida por muchos monjes (cf. Contra Rufinum 3, 22; Ep 108, 6-14).

En el año 386 se detuvo en Belén, donde, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, se construyeron un monasterio masculino, uno femenino, y una hospedería para los peregrinos que llegaban a Tierra Santa, "pensando en que María y José no habían encontrado un lugar donde alojarse" (Ep 108, 14). En Belén, donde se quedó hasta su muerte, siguió desarrollando una intensa actividad: comentó la palabra de Dios; defendió la fe, oponiéndose con vigor a varias herejías; exhortó a los monjes a la perfección; enseñó cultura clásica y cristiana a jóvenes alumnos; acogió con espíritu pastoral a los peregrinos que visitaban Tierra Santa. Falleció en su celda, junto a la gruta de la Natividad, el 30 de septiembre del año 419/420.
Su formación literaria y su amplia erudición permitieron a san Jerónimo revisar y traducir muchos textos bíblicos: un trabajo muy valioso para la Iglesia latina y para la cultura occidental. Basándose en los textos originales escritos en griego y en hebreo, comparándolos con versiones precedentes, revisó los cuatro evangelios en latín, luego los Salmos y gran parte del Antiguo Testamento.

Teniendo en cuenta el original hebreo, el griego de los Setenta —la clásica versión griega del Antiguo Testamento que se remonta a tiempos precedentes al cristianismo— y las precedentes versiones latinas, san Jerónimo, apoyado después por otros colaboradores, pudo ofrecer una traducción mejor: constituye la así llamada "Vulgata", el texto "oficial" de la Iglesia latina, que fue reconocido como tal en el concilio de Trento y que, después de la reciente revisión, sigue siendo el texto latino "oficial" de la Iglesia.

Es interesante comprobar los criterios a los que se atuvo el gran biblista en su obra de traductor. Los revela él mismo cuando afirma que respeta incluso el orden de las palabras de las sagradas Escrituras, pues en ellas, dice, "incluso el orden de las palabras es un misterio" (Ep 57, 5), es decir, una revelación. Además, reafirma la necesidad de recurrir a los textos originales: "Si surgiera una discusión entre los latinos sobre el Nuevo Testamento a causa de las lecturas discordantes de los manuscritos, debemos recurrir al original, es decir, al texto griego, en el que se escribió el Nuevo Testamento. Lo mismo sucede con el Antiguo Testamento, si hay divergencia entre los textos griegos y latinos, debemos recurrir al texto original, el hebreo; de este modo, todo lo que surge del manantial lo podemos encontrar en los riachuelos" (Ep 106, 2).

San Jerónimo, además, comentó también muchos textos bíblicos. Para él los comentarios deben ofrecer opiniones múltiples, "de manera que el lector sensato, después de leer las diferentes explicaciones y de conocer múltiples pareceres —que se pueden aceptar o rechazar— juzgue cuál es el más aceptable y, como un experto agente de cambio, rechace la moneda falsa" (Contra Rufinum 1, 16).

Confutó con energía y vigor a los herejes que no aceptaban la tradición y la fe de la Iglesia. Demostró también la importancia y la validez de la literatura cristiana, convertida en una auténtica cultura, ya entonces digna de confrontarse con la clásica: lo hizo con el tratado De viris illustribus, una obra en la que san Jerónimo presenta las biografías de más de un centenar de autores cristianos.

Escribió también biografías de monjes, ilustrando el ideal monástico, junto a otros itinerarios espirituales; además, tradujo varias obras de autores griegos. Por último, en su importante Epistolario, obra maestra de la literatura latina, san Jerónimo destaca por sus características de hombre culto, asceta y guía de las almas.

¿Qué podemos aprender nosotros de san Jerónimo? Me parece que sobre todo podemos aprender a amar la palabra de Dios en la sagrada Escritura. Dice san Jerónimo: "Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo". Por eso es importante que todo cristiano viva en contacto y en diálogo personal con la palabra de Dios, que se nos entrega en la sagrada Escritura. Este diálogo con ella debe tener siempre dos dimensiones: por una parte, debe ser un diálogo realmente personal, porque Dios habla con cada uno de nosotros a través de la sagrada Escritura y tiene un mensaje para cada uno.

No debemos leer la sagrada Escritura como una palabra del pasado, sino como palabra de Dios que se dirige también a nosotros, y tratar de entender lo que nos quiere decir el Señor. Pero, para no caer en el individualismo, debemos tener presente que la palabra de Dios se nos da precisamente para construir comunión, para unirnos en la verdad a lo largo de nuestro camino hacia Dios. Por tanto, aun siendo siempre una palabra personal, es también una palabra que construye a la comunidad, que construye a la Iglesia.

Así pues, debemos leerla en comunión con la Iglesia viva. El lugar privilegiado de la lectura y de la escucha de la palabra de Dios es la liturgia, en la que, celebrando la Palabra y haciendo presente en el sacramento el Cuerpo de Cristo, actualizamos la Palabra en nuestra vida y la hacemos presente entre nosotros.

No debemos olvidar nunca que la palabra de Dios trasciende los tiempos. Las opiniones humanas vienen y van. Lo que hoy es modernísimo, mañana será viejísimo. La palabra de Dios, por el contrario, es palabra de vida eterna, lleva en sí la eternidad, lo que vale para siempre. Por tanto, al llevar en nosotros la palabra de Dios, llevamos la vida eterna.

Concluyo con unas palabras que san Jerónimo dirigió a san Paulino de Nola. En ellas, el gran exegeta expresa precisamente esta realidad, es decir, que en la palabra de Dios recibimos la eternidad, la vida eterna. Dice san Jerónimo: "Tratemos de aprender en la tierra las verdades cuya consistencia permanecerá también en el cielo" (Ep 53, 10).

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 14 de noviembre de 2007

San Jerónimo (2)

Queridos hermanos y hermanas:

Continuamos hoy la presentación de la figura de san Jerónimo. Como dijimos el miércoles pasado, dedicó su vida al estudio de la Biblia, hasta el punto de que mi predecesor el Papa Benedicto XV lo reconoció como "doctor eminente en la interpretación de las sagradas Escrituras". San Jerónimo subrayaba la alegría y la importancia de familiarizarse con los textos bíblicos: "¿No te parece que, ya aquí, en la tierra, estamos en el reino de los cielos cuando vivimos entre estos textos, cuando meditamos en ellos, cuando no conocemos ni buscamos nada más?" (Ep. 53, 10).

En realidad, dialogar con Dios, con su Palabra, es en cierto sentido presencia del cielo, es decir, presencia de Dios. Acercarse a los textos bíblicos, sobre todo al Nuevo Testamento, es esencial para el creyente, pues "ignorar la Escritura es ignorar a Cristo". Es suya esta famosa frase, citada por el concilio Vaticano II en la constitución Dei Verbum (n. 25).

Verdaderamente "enamorado" de la Palabra de Dios, se preguntaba: "¿Cómo es posible vivir sin la ciencia de las Escrituras, a través de las cuales se aprende a conocer a Cristo mismo, que es la vida de los creyentes?" (Ep. 30, 7). Así, la Biblia, instrumento "con el que cada día Dios habla a los fieles" (Ep. 133, 13), se convierte en estímulo y manantial de la vida cristiana para todas las situaciones y para todas las personas.

Leer la Escritura es conversar con Dios: "Si oras —escribe a una joven noble de Roma— hablas con el Esposo; si lees, es él quien te habla" (Ep. 22, 25). El estudio y la meditación de la Escritura hacen sabio y sereno al hombre (cf. In Eph., prólogo). Ciertamente, para penetrar de una manera cada vez más profunda en la palabra de Dios hace falta una aplicación constante y progresiva. Por eso, san Jerónimo recomendaba al sacerdote Nepociano: "Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; más aún, que el Libro santo no se caiga nunca de tus manos. Aprende en él lo que tienes que enseñar" (Ep. 52, 7).

A la matrona romana Leta le daba estos consejos para la educación cristiana de su hija: "Asegúrate de que estudie todos los días algún pasaje de la Escritura. (...) Que acompañe la oración con la lectura, y la lectura con la oración. (...) Que ame los Libros divinos en vez de las joyas y los vestidos de seda" (Ep. 107, 9.12). Con la meditación y la ciencia de las Escrituras se "mantiene el equilibrio del alma" (Ad Eph., prólogo). Sólo un profundo espíritu de oración y la ayuda del Espíritu Santo pueden introducirnos en la comprensión de la Biblia: "Al interpretar la sagrada Escritura siempre necesitamos la ayuda del Espíritu Santo" (In Mich. 1, 1, 10, 15).

Así pues, san Jerónimo, durante toda su vida, se caracterizó por un amor apasionado a las Escrituras, un amor que siempre trató de suscitar en los fieles. A una de sus hijas espirituales le recomendaba: "Ama la sagrada Escritura, y la sabiduría te amará; ámala tiernamente, y te custodiará; hónrala y recibirás sus caricias. Que sea para ti como tus collares y tus pendientes" (Ep. 130, 20). Y añadía: "Ama la ciencia de la Escritura, y no amarás los vicios de la carne" (Ep. 125, 11).

Para san Jerónimo, un criterio metodológico fundamental en la interpretación de las Escrituras era la sintonía con el magisterio de la Iglesia. Nunca podemos leer nosotros solos la Escritura. Encontramos demasiadas puertas cerradas y caemos fácilmente en el error. La Biblia fue escrita por el pueblo de Dios y para el pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el pueblo de Dios podemos entrar realmente con el "nosotros" en el núcleo de la verdad que Dios mismo nos quiere comunicar. Para él una auténtica interpretación de la Biblia tenía que estar siempre en armonía con la fe de la Iglesia católica.

No se trata de una exigencia impuesta a este Libro desde el exterior; el Libro es precisamente la voz del pueblo de Dios que peregrina y sólo en la fe de este pueblo podemos estar, por así decir, en el tono adecuado para comprender la sagrada Escritura. Por eso, san Jerónimo exhortaba: "Permanece firmemente adherido a la doctrina de la tradición que te ha sido enseñada, para que puedas exhortar según la sana doctrina y refutar a quienes la contradicen" (Ep. 52, 7). En particular, dado que Jesucristo fundó su Iglesia sobre Pedro, todo cristiano —concluía— debe estar en comunión "con la Cátedra de san Pedro. Yo sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia" (Ep. 15, 2). Por tanto, abiertamente declaraba: "Yo estoy con quien esté unido a la Cátedra de san Pedro" (Ep. 16).

San Jerónimo, obviamente, no descuida el aspecto ético. Más aún, con frecuencia reafirma el deber de hacer que la vida concuerde con la Palabra divina, y sólo viviéndola encontramos también la capacidad de comprenderla. Esta coherencia es indispensable para todo cristiano y particularmente para el predicador, a fin de que no lo pongan en aprieto sus acciones, cuando contradicen el contenido de sus palabras.

Así exhorta al sacerdote Nepociano: "Que tus acciones no desmientan tus palabras, para que no suceda que, cuando prediques en la Iglesia, alguien en su interior comente: "¿por qué entonces tú no actúas así?" ¡Qué curioso maestro el que, con el estómago lleno, diserta sobre el ayuno! Incluso un ladrón puede criticar la avaricia; pero en el sacerdote de Cristo la mente y la palabra deben ir de acuerdo" (Ep. 52, 7).

En otra carta, san Jerónimo reafirma: "La persona que se siente condenada por su propia conciencia, aunque tenga una espléndida doctrina, debería avergonzarse" (Ep. 127, 4). También con respecto a la coherencia, observa: el Evangelio debe traducirse en actitudes de auténtica caridad, pues en todo ser humano está presente la Persona misma de Cristo. Por ejemplo, dirigiéndose al presbítero Paulino —que después llegó a ser obispo de Nola y santo—, san Jerónimo le da este consejo: "El verdadero templo de Cristo es el alma del fiel: adorna este santuario, embellécelo, deposita en él tus ofrendas y recibe a Cristo. ¿Qué sentido tiene decorar las paredes con piedras preciosas, si Cristo muere de hambre en la persona de un pobre?" (Ep. 58, 7).

San Jerónimo concreta: es necesario "vestir a Cristo en los pobres, visitarlo en los que sufren, darle de comer en los hambrientos, acogerlo en los que no tienen una casa" (Ep. 130, 14). El amor a Cristo, alimentado con el estudio y la meditación, nos permite superar todas las dificultades: "Si amamos a Jesucristo y buscamos siempre la unión con él, nos parecerá fácil incluso lo que es difícil" (Ep. 22, 40).

San Jerónimo, definido por Próspero de Aquitania, "modelo de conducta y maestro del género humano" (Carmen de ingratis, 57), nos ha dejado también una enseñanza rica y variada sobre el ascetismo cristiano. Recuerda que un compromiso valiente por la perfección requiere vigilancia constante, frecuentes mortificaciones, aunque con moderación y prudencia, trabajo intelectual o manual asiduo para evitar el ocio (cf. Epp. 125, 11 y 130, 15), y sobre todo obediencia a Dios: "No hay nada que agrade tanto a Dios como la obediencia (...), que es la más excelsa de las virtudes" (Hom. de oboedientia: CCL 78, 552).

En el camino ascético pueden entrar también las peregrinaciones. En particular, san Jerónimo impulsó las peregrinaciones a Tierra Santa, donde los peregrinos eran acogidos y alojados en edificios surgidos junto al monasterio de Belén, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, hija espiritual de san Jerónimo (cf. Ep. 108, 14).

No hay que olvidar, por último, la contribución ofrecida por san Jerónimo a la pedagogía cristiana (cf. Epp. 107 y 128). Se propone formar "un alma que tiene que convertirse en templo del Señor" (Ep. 107, 4), una "joya preciosísima" a los ojos de Dios (Ep. 107, 13). Con profunda intuición aconseja preservarla del mal y de las ocasiones de pecado, evitar las amistades equívocas o que disipan (cf. Ep. 107, 4 y 8-9; también Ep. 128, 3-4). Sobre todo exhorta a los padres a crear un ambiente de serenidad y alegría entre sus hijos, a estimularlos en el estudio y en el trabajo, también con la alabanza y la emulación (cf. Epp. 107, 4 y 128, 1), a animarlos a superar las dificultades, favoreciendo en ellos las buenas costumbres y preservándolos de las malas porque —dice, citando una frase de Publilio Siro que había escuchado en la escuela— "a duras penas lograrás corregirte de las cosas a las que te vas acostumbrando tranquilamente" (Ep. 107, 8).

Los padres son los principales educadores de sus hijos, sus primeros maestros de vida. Con mucha claridad, san Jerónimo, dirigiéndose a la madre de una muchacha y luego al padre, advierte, como expresando una exigencia fundamental de toda criatura humana que se asoma a la existencia: "Que encuentre en ti a su maestra, y que en su inexperta niñez te mire a ti con admiración. Que nunca vea en ti ni en su padre actitudes que la lleven al pecado por imitación. Recordad que (...) podéis educarla más con el ejemplo que con la palabra" (Ep. 107, 9).

Entre las principales intuiciones de san Jerónimo como pedagogo hay que subrayar la importancia que atribuye a una educación sana e integral desde la primera infancia, la peculiar responsabilidad que reconoce a los padres, la urgencia de una seria formación moral y religiosa, y la exigencia del estudio para lograr una formación humana más completa.

Además, un aspecto bastante descuidado en los tiempos antiguos, pero que san Jerónimo considera vital, es la promoción de la mujer, a la que reconoce el derecho a una formación completa: humana, académica, religiosa y profesional.

Y precisamente hoy vemos cómo la educación de la personalidad en su integridad, la educación en la responsabilidad ante Dios y ante los hombres, es la auténtica condición de todo progreso, de toda paz, de toda reconciliación y de toda exclusión de la violencia. Educación ante Dios y ante los hombres: es la sagrada Escritura la que nos ofrece la guía de la educación y, por tanto, del auténtico humanismo.

No podemos concluir estas rápidas observaciones sobre este gran Padre de la Iglesia sin mencionar la eficaz contribución que dio a la salvaguarda de los elementos positivos y válidos de las antiguas culturas judía, griega y romana en la naciente civilización cristiana. San Jerónimo reconoció y asimiló los valores artísticos, la riqueza de los sentimientos y la armonía de las imágenes presentes en los clásicos, que educan el corazón y la fantasía despertando sentimientos nobles.

Sobre todo, puso en el centro de su vida y de su actividad la palabra de Dios, que indica al hombre las sendas de la vida, y le revela los secretos de la santidad. Por todo esto no podemos menos de sentirnos profundamente agradecidos a san Jerónimo, precisamente en nuestro tiempo.